Viernes, 09 de Febrero 2024
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Después de una larga y fructífera relación con la Metro Goldwyn Mayer (compañía para la que dirigió la mayoría de sus películas mudas), Tod Browning (1880-1962) fue fichado por Carl Laemmle para la Universal, a la que brindaría el mayor éxito de su carrera, Drácula (1931), origen de una serie de películas de 'monstruos' que llegarían a convertirse en el sello distintivo de aquella productora durante casi dos décadas. Pero a Browning le interesaban otro tipo de 'monstruos', menos preternaturales que Drácula, mas no por ello menos turbios y desasosegantes.
Browning, que a los dieciséis años se había enrolado en una troupe circense de baja estofa, frecuentando con fraternal entusiasmo a truhanes y titiriteros, había mostrado siempre como cineasta una predilección notoria por los personajes marginales, trastornados y deformes. Tras la muerte de Lon Chaney, nadie daba un duro por su carrera, que languidecía entre vapores etílicos y encargos rutinarios. Pero el éxito de Drácula volvió a ponerlo en órbita; y el todopoderoso Irving Thalberg corrió a rescatarlo de los brazos de Laemmle, ofreciéndole dirigir Arsène Lupin, una recreación cinematográfica del personaje creado por Maurice Leblanc que iba a protagonizar John Barrymore. Browning rechaza el ofrecimiento, pero a cambio propone a Thalberg dirigir una adaptación de Spurs, un breve y oscuro relato de Tod Robbing, de ambiente circense, en el que se narra una sórdida historia de amor y celos protagonizada por un enano. Naturalmente, Browning ya tenía en la cabeza ofrecer este papel a Harry Earles, protagonista junto a Chaney de la estrambótica The Unholy Three (1925); y tal vez también tuviera en la cabeza hacer una película tan estrambótica como aquella.
Freaks (conocida por estos pagos como La parada de los monstruos) iba a resultar, en realidad, la más estrambótica creación de Browning, la más escabrosa y truculenta también, aunque en reñida competencia con algunos de sus magistrales títulos del período mudo, tales como Garras humanas (1927) o Los pantanos de Zanzíbar (1928). Cuentan las malas lenguas que fue el propio Thalberg quien vigiló la escritura del guión, en el que participaron hasta media docena de guionistas, entre ellos Willis Goldbeck, a quien encargó escribir «la historia de terror más horripilante» que pudiera imaginar. La horripilación, sin embargo, no iba a nacer de los efectismos propios del género de terror, sino del pasmoso casting, que incluyó enanos, mujeres barbudas, mutilados en diverso grado (incluidos un hombre demediado y un auténtico 'torso humano', sin brazos ni piernas), microcéfalos, hermafroditas, siamesas y otras quimeras que dejan al espectador completamente perplejo, y con la impresión de estar asistiendo a un carrusel de trucajes.
Pero lo cierto es que La parada de los monstruos no incorpora ni un solo truco óptico, ni tampoco de maquillaje. Como ya ocurría en algunos de sus títulos anteriores, Browning elige una historia muy poco convencional, abrasada de aromas pútridos y aberrantes sugerencias: Hans, un enano (el mencionado Harry Earles) enamorado de su prometida Frieda (Daisy Earles, hermana de Harry en la vida real), sucumbe a los encantos de Cleopatra (Olga Baclanova), una trapecista que responde a los estereotipos de la femme fatale y que planea, en combinación con el sansón de circo Hércules (Henry Victor), arrebatar a su enamorado la suculenta herencia que acaba de recibir, después de envenenarlo. Pero sus planes naufragarán cuando, durante el banquete de bodas, Cleopatra estalle iracunda y muestre su desprecio hacia los freaks del circo, que forman una hermandad indisoluble y que, conjurados, planearán una terrible venganza.
Hay quienes sostienen que Browning era hombre de psicología tortuosa, un sádico que disfrutaba infligiendo sufrimiento a los demás. No entraremos a descifrar tales letrinas del subconsciente; pero, desde luego, La parada de los monstruos revela que su artífice era un sibarita de la depravación, un hombre de sensibilidad muy alambicada que todavía nos estremece hoy con sus merodeos por los pantanosos territorios de la repulsión y el tabú moral. De esta sensibilidad bizarre nace esa brisa horrorífica que refresca o calcina todo su cine y que alcanza su cenit en la escena en la que Cleopatra y su amante Hércules son castigados por los fenómenos del circo, que actúan sin piedad y en comandita, bajo un diluvio nocturno.
Thalberg decidió abreviar Freaks en casi media hora, descartando varias secuencias demasiado repugnantes o estremecedoras. Aún así, la película provocó un invencible desagrado entre la mayoría de los espectadores de la época, que tal vez vieran en aquel desfile de monstruos una traducción demasiado evidente de los paisajes de su alma, infestados de lepras morales.