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Políticos en patera

LA política nos lleva al desvarío. Ayer, en este mismo rincón, le he llamado al

LA política nos lleva al desvarío. Ayer, en este mismo rincón, le he llamado al secretario general del PP, a quien habré citado más de un millar de veces en la última docena de años, Miguel Aceves. No es que Ángel Acebes, con perdón por el despiste, sea el conde de Metternich; pero, ¿quién soy yo para ascender a arcángel al ángel que le protege y convertirle en cantor mexicano, al nivel de Jorge Negrete y Pedro Infante? Bien dice Josep Antoni Duran Lleida que la política corre el riesgo de morir de descrédito. El catalán, por democristiano, es capaz de ejercer de Pepito Grillo frente a todos sus colegas y sabe, y por eso nos previene, que empiezan a ser lo mismo ocho que ochenta.

Están los jefes de fila, partido por partido, agarrados al mástil de su patera correspondiente. Según el certero diagnóstico del maestro Goethe, pertenecen al grupo humano que, de tanto no proponernos -ni proponerse- nada razonable, no se equivocan jamás. Superviven como náufragos amenazados por el oleaje de sus propios movimientos. José Luis Rodríguez Zapatero, con un flotador de «memoria histórica», abrazado a su «proceso de paz»; Mariano Rajoy, con calabazas de peregrino, asido a una gloria que ya pasó; José Montilla, mucho alcornoque, dispuesto a inventar la barretina de ala ancha... Pero, quizás, el más desesperado, quien necesita mayor amparo en su zozobra, sea Juan José Ibarretxe.

El lehendakari, en un arrebato desesperado, con el afán de asirse a un salvavidas, nos anuncia -«aunque sea lo último que haga en mi vida política»- que, sea cual fuere la actitud de ETA, promoverá un referéndum en el País Vasco antes de 2009. Eso quiere decir que después de las legislativas y, por ello, no deja de ser una renuncia; pero debe ser mucha su soledad, cuando el PNV es víctima de la metástasis que impone la vaciedad, para tirarse al mar con una proclama que nadie le exige, pocos comprenden y no tendrá virtualidad alguna para contener, si eso es lo que busca, la furia etarra.

El progreso material, bendito sea, ha vuelto perezosas a las derechas -los nacionalismos son la conversión de la política en balnearios de cercanías- y ha dejado sin sentido a las izquierdas. De ahí que sus programas sean imprecisos y sus hechos de poder coincidan en lo fundamental. Por eso la insensatez de la contumacia frente a la inteligencia de la búsqueda y, si se apura, hasta de la ruptura con unos supuestos que, por poco representativos y nada parlamentarios, ya no dan más de sí. El «futuro del pueblo vasco», por ajustarnos a la arenga de Ibarretxe, no se va a decidir ni en Vitoria ni en Madrid. Va en el lote europeo de la globalización. Tratar de aislarlo sólo se justifica por el absurdo afán de ser el gallo principal del gallinero. Algo imposible de sostener con el agua al cuello y la sociedad, muy cansada, atenta a otros horizontes muy distintos.

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