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¿Cómo se provoca?

«ACABO de enterarme por la prensa». Siempre me había causado cierta perplejidad esta excusa inverosímil y zangolotina con que nuestros políticos capean el temporal, cada vez que una corruptela o remanguillé los salpica. Esa misma fascinación perpleja (pero acrecentada por el estímulo de la vanidad) me ha sacudido inopinadamente hace un rato, mientras leía una gacetilla en la que se afirma que la publicación de mi pecadillo de juventud «Coños» ha causado «cierto escándalo» (tampoco demasiado, espero) entre la crítica sueca, que tilda el título de la obra de «provocativo» y hasta me achaca «fantasías onanistas» que me rejuvenecen y llenan de alborozo, ahora que las efusiones de la adolescencia ya no me asisten como antaño. «Coños» (en sueco se dice «Fittor», que suena como a marca de neumáticos o a feria de muestras) lo escribí hace casi siete años, con la muy devota intención de homenajear los «Senos» del gran Ramón; se trata del más candoroso de mis libros, y en él gloso anatomías tan improbables como «El coño de la faquiresa», «El coño de la sirena» o «El coño de la funámbula». Pese a mis veleidades circenses y mi afición por las mitologías, juro por la ciencia ginecológica que ni las funámbulas, ni las sirenas, ni las faquiresas se cuentan entre mis fantasías onanistas, por lo demás tan profusas y variopintas.

Confesaré que al conocer este «cierto escándalo» suscitado por mi libro en las regiones hiperbóreas me he sentido infinitamente halagado. Mi mayor ilusión, desde que empecé emborronar papeles allá en mi ciudad levítica, ha sido provocar, causar revuelo; la literatura, esa dedicación que exalta mis días, no es sino el subterfugio o circunloquio al que un día decidí acogerme, para disimular este apetito de escándalo. No tardaría en descubrir, sin embargo, que mi vocación era anacrónica, incluso utópica en el sentido etimológico de la palabra: provocar desde la trinchera del arte resulta, a estas alturas de la película, una misión tan ardua como adiestrar a los caracoles en los rudimentos del tango. Hubo un tiempo en que a un poeta le bastaba con salir a la calle con el pelo teñido de verde para causar revuelo entre los mojigatos y demás faunas bienpensantes. Los surrealistas, que fueron los últimos mohicanos del escándalo artístico, ya tuvieron que elevar hasta el paroxismo o la epilepsia el tono de sus diatribas y boutades; sólo cuando blasfemaban muy gravemente, o cuando amenazaban con entregar los museos a las llamas de la vesania iconoclasta conseguían soliviantar los ánimos de la burguesía camastrona. Buñuel, con compungida lucidez, lamentaba que le hubiese tocado vivir en una época tan desacralizada que impedía al artista infringir los tabúes. Y es que los tabúes quizá hayan dejado de existir.

¿O no? Los tabúes los establecen quienes mandan, quienes logran imponer a la pobre gente sojuzgada una sensibilidad ideológica que se reputa canónica, hegemónica, inatacable. La única escapatoria que le resta al aprendiz de provocador es atentar contra esa beatería ideológica; para ello ya no deberá emplear las armas clásicas del escándalo, sino darles la vuelta y hacerlas reversibles. Un ejemplo que todos entenderán: la burla de la religión o el anticlericalismo furibundo, que antaño fueron ejercicios escandalosos, constituyen hoy rutinas bostezantes y retrógradas impuestas por la sensibilidad ideológica dominante; lo que de verdad enerva a los que manejan el cotarro es la profesión desprejuiciada de fe católica. Así que uno se declara católico a machamartillo y enseguida consigue escandalizar a los centinelas de la virtud; lo cual no obsta para que uno siga cultivando sus fantasías onanistas.

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