Ian Fleming, el hombre que quiso ser James Bond
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Ian Fleming, el hombre que quiso ser James Bond

Cuando se cumple medio siglo de la muerte de Ian Fleming, rastreamos su vida y obra. Sólo se vive dos veces

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Cuando se cumple medio siglo de la muerte de Ian Fleming, rastreamos su vida y obra. Sólo se vive dos veces

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  1. Primeros días

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    El Fleming oficial despierta en el muy royal college de Eton, condado de Berkshire. Tercer nieto de un banquero escocés que presumía de haberse hecho a sí mismo, el joven Ian destacó en pocas cosas y desde luego no en Eton, donde recibió alguna que otra zurra por sus escapadas en monoplaza, un incipiente carrusel de faldas. Por eso, desde la base familiar en aquel concesionario de Aston Martin que era el londinense Mayfair, su mamá le expidió a Austria antes de integrar –otoño de 1930– la muy neutral universidad de Ginebra en vistas a una carrera de pasaportes. Que la hubo.

    Con 23 años, en 1931, Fleming se alistó en la agencia Reuters gracias, otra vez, a un par de cartas de su madre. De allí pasó a Londres, fue agente de bolsa –«el peor de todos», llegó a admitir– y ya comenzaba a aburrirse cuando, 3 de septiembre de 1939, Hitler, Polonia y Chamberlain salvaron la paz de su despacho con una buena guerra. En la inteligencia naval, a las ordenes del almirante y líder del espionaje británico John Godfrey, Fleming tuvo una guerra de manteles, uniforme blanco. Y como Bond, no se manchó. Pero acumuló anécdotas suficientes para consolidar el molde de su criatura una vez concluido el conflicto. Desde el puente de mando de los buques de Su Majestad, el todavía no-autor resolvió sumergirse en la trinchera de la prensa –«aprendí a escribir rápido y por encima de todo a ser preciso». Así que se enroló en el «Sunday Times» o el diario que a veces Bond, en el sordo fragor de un vuelo de primera clase, pedía a los sobrecargos.

  2. Los papeles Fleming

    afp

    No sirvió de mucho. John Fitzgerald Kennedy declaró una vez que su lectura de cabecera era Bond. Pero a Fleming nunca le fue suficiente. El autor le admitió otra vez a Raymond Chandler que sí, que «Ray, tú escribes mejor que yo». Fue en una entrevista para la BBC y si atendemos a los testimonios, Ian era dolorosamente consciente de que hacía novelas que se leían mucho.Y eso, en fin, no siempre es buena noticia en el otro mercado de las estimas literarias. Evelyn Waugh, amiga íntima de su mujer y confidente privilegiada de los enemigos de Fleming, detestaba a Bond y al creador de Bond, reducido en las tertulias a un cuentista de «historietas de espías».

    Los franceses llaman roman de gare (novela de estación) a la literatura de consumo rápido. Y el de Mayfair –bastaban dos meses en su retiro jamaicano– escribía rápido novelas que se leían rápido, literatura de estación, trenes y aeropuertos, clase turista. Era un thriller masticable y efectivo, dignísimo, que pese a todo torturaba a Fleming. De aquellos males vino «La espía que me amó», ensayo del británico por ser otro escritor (y maniobra fallida) que bifurcaba el peso narrativo hacia una voz femenina ante, claro, la furiosa acometida de los fans. Él no quiso ser Graham Greene, tampoco Simenon –que redactaba novelitas en diez días y al que por cierto admiraba–, pero nunca dejó de soñar con escribir novelas, que no diamantes, para la eternidad. Una cualquiera.

  3. Para Ann, con amor

    abc

    Goldeneye era un bungallow en la costa norte de Jamaica. Allí Fleming paseó affaires amorosos y apuntaló su obra con el talento express que le distinguía –«me siento, escribo y me vuelvo». También paseó a su esposa, Ann Charteris de soltera, que antes de algún divorcio había sido Lady de Rothermere y presumía de cierta presencia entre la bohemia londinense. Y pese a que Fleming, apuntó él mismo, no fue particularmente bueno en nada, sí lo era con las mujeres. Dueño de una melancolía arrogante, de la irónica aspereza del mejor Bond, fue un hombre espigado, de corte Oxford y nariz sesgada, única herencia de aquellos años de college, barrizales y rugby. Nacida en 1913 en un familia de holguras, ella –melena negra, mirada gris, cintura a lo Ursula Andrews– era lo suficientemente atractiva como para derrotar a un tipo del fuste de Fleming. Seguramente porque se reía de él.

    Se habían conocido junto a una piscina –Le Touquet, 1936, o un estival nido de ingleses cerca de Calais– y lo que vino después fue un naufragio. Se casarían en 1952 para lanzar una carrera de infidelidades y humillaciones que alcanzó un punto dramático cuando Ann se acostó con el líder laborista de la época, algo más que una afrenta para un torie convencido. Como la Ann que le fue infiel al muy aplicado George Smiley –o el humanísimo reverso de Bond que imaginó Le Carré–, ella fue el único asunto que Fleming no supo presumir de haber resuelto.

  4. Fleming contra Bond

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    Sí y no. Está la versión que dice lo muy difícil que resulta saber si fue un agente secreto el que se soñó escritor o, todo lo contrario, que hubo un escritor que se soñaba agente secreto. Según esa línea, Bond se parecía a Fleming y Fleming al mejor Bond. Sí es cierto que el de Mayfair –un bond vivant, aclaró Rodrigo Fresán– honraba con entrega lo epicúreo y flirteaba con su criatura posando con un revolver en las fotos, reservando suites a nombre de James.

    A Fleming le gustaba esquiar en Saint Moritz, vestir sandalias Ferragamo en agosto y ladear con su Vespa Gran Sport. Cultivaba cierta reverencia por las marcas, una pasión que condensaron sus novelas antes, mucho antes, de que Easton Ellis describiese a sus personajes por la firma sartorial de su traje de tres piezas. Era un tren de vida fantasioso que fascinó a la precaria Inglaterra de posguerra. Bond, al fin y al cabo, fue un funcionario sin grapadora que mataba con soltura y apenas dependía del opaco «M» y –god save the queen– las muchas gracias de Su Majestad. Y la cara B de todo esto sitúa a Fleming como un tipo más terrestre, acuciado por los complejos y amante de los huevos revueltos. Que vende, estamos de acuerdo, menos biografías.

  5. Cenizas y diamantes

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    «La región de los alcoholes fuertes». En «Operación trueno» un médico del ejército describía así las fobias hepáticas del comandante Bond. Del brazo de Somerset Maugham o Kingsley Amis, padre de Martin y amigo de los pubs, el creador de Bond fue un bebedor entusiasta y un erudito del Gim Martini. En cuanto al tabaco –de virginia, Morland Specials-, Fleming se vio en el aprieto de, ante el acecho de su médico, reducir su carga a 30 cigarrillos por día desde la ahumada altura de la cinco docenas que frecuentaba. Y fue, además, un womaniser. Ann O’Neill, Muriel Wright y un completo listado desconocidas según sugería su algo tórrida correspondencia. Mujeriego y misógino –«las mujeres son como una mascota»–, Fleming era un tipo que empleaba lenguaje militar para narrar un encuentro amoroso y que, según sus biógrafos, mantuvo una ambivalente relación con el masoquismo –coleccionaba látigos–, involuntaria herencia de las palizas de Eton. Dicen que al final de su vida –murió escandalosamente joven de un ataque al corazón– alguien le pregunto por la fama, su fortuna. «Ashes, old boy, just ashes». Sólo ceniza. Nada había servido de mucho.

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