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Leer a los Rolling Stones. Seis escritores ponen letra a su música
Los Rolling Stones están de aniversario. Este año se cumple medio siglo de su primer disco. Doble celebración, si tenemos en cuenta que el próximo 25 de junio tocarán en Madrid. Canciones con las que ha crecido más de una generación, representadas por seis escritores
Los Rolling Stones están de aniversario. Este año se cumple medio siglo de su primer disco. Doble celebración, si tenemos en cuenta que el próximo 25 de junio tocarán en Madrid. Canciones con las que ha crecido más de una generación, representadas por seis escritores
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«Out of time», por Gabriel Albiac
Imagen de archivo de los Rolling Stones - abc
«No le hagas mucho caso, está pirado. Pero no es mal chico.» Londres y agosto. Y ni él habla alemán ni el otro español. En su jerga bárbara hecha de retales, uno deduce que el otro algo debe de tener que ver con los de Dutschke y el otro concluye que el uno tiene toda la pinta de salir de un manual antifranquista. Londres y agosto. 1968. La residencia –entonces no se llamaban youth hostels– es un caos divertido en un barrio barato. El «pirado buena gente al cual no hay que hacer demasiado caso» viaja con un tocadiscos de esos que se cierran como un maletín. Y con un bolsón de discos de 45. A los dos días que lleva aquí, todos están ya al tanto de que los discos son sólo de
los Stones. El cacharro tenía aguante: podía repetir varios millones de veces Street Fighting Man sin que le reventasen las bujías. Y a nadie iba a molestar aquel cascajo en el benévolo desorden que regentaba una indolente treintañera de tetas prodigiosas.
Más Jagger que Jagger diez años antes
Los más plastas chapurreaban ininteligibles chorradas sobre revoluciones para pasado mañana. La treintañera se liaba unos petas de tirar de espaldas a
Sonny Liston en tiempos mejores. El feliz propietario del material sonoro raspaba como con lija el Not Fade Away en sesión continua, y era más Jagger que Jagger con diez años menos. Y este otro, el que deja correr su última noche en Londres antes de volverse a España, ni siquiera sospecha que algún día va a recordar aquello como cercano atisbo del paraíso.
Sus últimas libras le darían justo para coger el taxi que en la madrugada lo dejara en el aeropuerto y en el chárter baratísimo de retorno. El «pirado buena gente» interrumpía, de vez en cuando, los trascendentes galimatías de los otros colegas para preguntar cosas como si en Madrid se podía dar con cierta tirada rarísima del Come On del 63, que necesitaba desesperadamente. «Como una cabra, tío, ya te digo.» Pero, eso sí, el chaval no se liaba uno de aquellos mastodónticos canutos suyos sin pasarlo religiosamente a todo el mundo.
«Los Stones, la banda anarquista que podía hablar de tú a tú al Gobierno de Su Majestad»
Marianne Faithfull narraría, dos o tres decenios más tarde, el Londres suyo, el de los «jóvenes, ricos y hermosos, nadando a favor de la corriente», como sucursal ácida de los tés del conejo de la Alicia de Lewis Carroll. Pero eso había sido años antes, cuando los Rolling Stones irrumpieron como la banda anarquista que podía «hablar de tú a tú al Gobierno de Su Majestad». Los del hotelucho y los joints habían llegado con cinco años de retraso. Una pena. Era ya sólo rock and roll, nada más. Pero seguía siendo bastante divertido.
Muy de madrugada, la treintañera indolente, envuelta como podía en una sábana y aún con uno de sus canutos encendido, vino a despertarlo: era la única en la casa que tenía un reloj. Y ella se volvió a la cama de al lado con el pirado aquel que, a fin de cuentas, tenía toda la pinta de no ser nada, pero lo que se dice nada mal chico. Out of Time sonaba muy bajito. Y el de Madrid, de malísima gana, dijo adiós a todo aquello.
«Llegar tarde a los Rolling», por Marta Sanz
Imagen de archivo de los Rolling Stones - abc
Yo siempre he llegado tarde a
los Rolling. Nunca me he sentido una stoniana de pleno derecho por distintas circunstancias. La primera tiene que ver con la banda sonora de la niñez: en mi casa éramos de canción latinoamericana y Brahms, y aunque ahora se valore el eclecticismo y se diga que no es incompatible el gusto por
Carmen Linares y por
Lady Gaga, tengo dudas al respecto. La verdad es que mi padre tenía un disco que me parecía precioso, Their Satanic Majesties Request (1967). Me parecía precioso por la foto tridimensional de la portada que mostraba a los Rolling mirándose en distintas posiciones. Incluso aparecían las caras de los Beatles, cuya música resultaba más llevadera para mi oído infantil. Las preferencias estéticas de los niños suelen ser tan conservadoras como cursis y deplorables. La lisérgica imagen de Cooper fue sustituida por una foto plana y el precio del álbum original se disparó, pero mi padre ya había regalado el disco. Años después la portada de Sticky Fingers (1971) me produce pesadillas; sin embargo, el álbum incluye una canción vivificante que me hace poner muecas, Brown Sugar…
La proclamación de una identidad
Llego tarde a los Rolling. Cuando en los ochenta compro Tattou You y escucho Start Me Up y estoy a punto de proclamarme stoniana con mayúsculas, un familiar roqueramente melómano me dice que los Rolling ya no son lo que eran y que me he perdido lo mejor: Satisfaction. Mientras tanto, Angie es una de mis canciones favoritas en el repertorio de las lentas. Me interesan las historias del corazón, las promiscuidades y relaciones cruzadas de Angie; también las chicas de los Stones con su glamour nada rosa: Anita Pallenberg, novia de Jones y de Richards, y las compañeras de Jagger desde
Marianne Faithfull –aguardentosa voz que canta a Weill, actriz en Irina Palm– a L’Wren Scott.
No asisto al concierto del 82, pero compro mi entrada en el 90 para el Urban Jungle Tour. Me impresiona la esquelética electricidad del feísimo Jagger y la provecta edad de Watts. El arrugado careto de Richards y la profesionalidad de Wood. Recuerdo que esa noche tuve una bronca con mi novio.
«Casi siempre me quedo fuera de la baldosa pintada. Sacando la lengua. Esperando el hechizo»
Los Rolling marcan un hito espectacular en la historia de los países. Agudizan las contradicciones de un tiempo y un espacio, o las suavizan bajo la máscara de que por fin somos modernos. Galarza y Peñaloza analizan estos fenómenos en Los Rolling Stones en Perú (Periférica).
En cuanto a mí, siempre llego tarde o lateralmente a los Rolling. Por su primitivo talante transgresor, su reciclaje del rhythm and blues, rock and roll, soul...; por su supervivencia y sus mitológicas transfusiones de sangre, sus adicciones o sus iconos de marca, su instinto para el espectáculo, su gestualidad histriónica, su carisma y calidad musical; cuando los Rolling aterrizan, fauna humana y paisaje se transforman en escenario. Ante ellos todo queda reducido a fondo. Aunque yo casi siempre me quedo fuera de la baldosa pintada. Sacando la lengua. Esperando el hechizo.
«Cuerpos místicos», por Manuel Vilas
Los Stones en la televisión de la época - abc
Los Rolling Stones son inalterables, eso es lo más sensato que podemos decir de ellos. Los Stones son una sociedad limitada compuesta por dos accionistas únicos: Mick Jagger y Keith Richards. El hermético Charlie Watts sería el secretario general.
Ron Wood es un añadido, el sustituto de Mick Taylor, no es importante, pero a él le da igual, tampoco creo que se entere mucho. Brian Jones y Bill Wyman se quedaron por el camino. Los Stones, en este 2014, son dos cuerpos que desafían las leyes de la física. Los Stones han hecho de la física y de la medicina ciencias ridículas. Su mensaje ha sido siempre el mismo durante cincuenta años: energía y celebración. Eso son los Stones: fuerza.
Siempre han hecho la misma música, renunciaron a evolucionar. ¿Para qué? Ellos eran el éxito global, cósmico. La energía no necesita evolucionar, como sí lo necesitaron bandas como
los Beatles, los Who o músicos como Dylan, Bowie o Reed.
Sobrevivir a los Rolling
Los Stones han pisado el mundo entero. En todas las ciudades de la tierra millones de seres humanos, a lo largo del tiempo, han pagado su entrada para ver esos cuerpos en escenarios colosales. Muchos de esos seres humanos han muerto ya. Los Stones encierran una filosofía de la Historia: gente que vio a los Stones en los 60, en los 70, en los 80, así hasta este 2014, en que vuelven a España.
Parece que no se vayan a morir nunca. Se mueren sus fans, pero ellos no. Muchas veces pienso en los implantes capilares de
Mick Jagger, en su talla minúscula de pantalones, ¿una 32? Imagino que tiene a su servicio científicos especializados en el cuero cabelludo. Es imposible gastar todo el dinero que han ganado. También pienso en eso. ¿Qué hacer con tanto dinero? Creo que Keith Richards se compró una isla.
«Parece que los Rolling no se vayan a morir nunca. Se mueren sus fans, per oellos no»
Tampoco imagino cómo puede ser un día en la vida de los Stones. Jagger tiene que hacer mucho deporte, y llevar una dieta estricta. Al final del tiempo, siempre ocurre esa pregunta: ¿han sido felices los Stones?, ¿morirán alguna vez Jagger, Richards o Watts? Porque los Stones son el éxito infinito ¿Cómo se administra un capital como ese? Son más importantes que reyes y presidentes de gobierno, más importantes que la vacuna contra el sida o el cáncer, millones de veces más célebres y deseados que escritores, pintores, arquitectos, cineastas, actores, etc.
¿De dónde viene tanto poder?
¿De dónde viene tanto poder? Viene de la energía simbólica de la música popular, el gran hallazgo de la cultura anglosajona tras la Segunda Guerra Mundial. Y viene de la iconografía de esos dos cuerpos míticos. Porque Jagger y Richards tienen setenta años y sus cuerpos siguen duros. Son cuerpos místicos.
Si los Stones actúan en tu ciudad y no vas a verlos es como si renunciaras a la salvación. Representan una forma de verdad. Por eso la gente los ama. Representan el erotismo y la vida sin destino, la mala educación convertida en un espectáculo definitivo. Representan la juventud: ellos, que son los hombres más viejos del universo.
«Los últimos gamberros», por Santiago Roncagliolo
Retrato de Mick Jagger - abc
Cuando tenía ocho años vi por primera vez el logo de los Stones, esos labios carnosos con la lengua afuera. No sabía lo que significaba. Pero intuí el desenfreno.
En adelante, más que las canciones de
los Stones, me obsesionó su chismografía. Cuando Keith conoció a la novia de Ronnie y se pinchó heroína ahí mismo. Cuando Charlie Watts le pegó un puñetazo a Mick. Cuando Brian Jones apareció muerto en su piscina. En mi vida me atreví a hacer ninguna de esas cosas. Pero gracias a los Stones, sabía que se podían hacer.
Cómo dejé las drogas
Los cantantes del siglo XXI son más de mensaje positivo. Todo el mundo lo es. Los escritores vamos al gimnasio y bebemos cervezas artesanales. Las estrellas de cine desayunan tofu. Y si algún artista admite que ha usado drogas, es sólo para contarnos cómo las dejó.
No tengo nada contra los mensajes positivos. Me parecen muy... positivos. Pero estamos hablando de rock. Se supone que tienes que rebelarte. Hoy en día, los artistas entran en clínicas de desintoxicación para curarse de la adicción al sexo o la tendencia a decir barbaridades. Los Stones estaban orgullosos de esas cosas.
«Hoy que las estrellas beben agua y no fuman, necesitamos el mito del artista desenfrenado»
El cambio en la actitud ha ido diluyendo la identidad de la música joven. ¿Alguien ha notado que no existe la música de los 90? Si le dices a un amigo que te gustan los 80, recordará automáticamente a
The Police, The Cure o
Radio Futura. Si hablas de los 60, recordará a The Doors o a los Beatles. De los 60 tampoco faltan grupos en la memoria colectiva. Ahora prueba a decir «música de los 90». Cada uno de tus amigos dirá un grupo distinto ¿Progre como Manu Chao? ¿Grunge como
Nirvana? ¿Alternativo como Red Hot Chili Peppers?
Ahora pregunta por la música producida entre 2000 y 2010. Ni siquiera hay un nombre para esa década.
Pactos con el diablo
Cuando la rebeldía perdió atractivo, murió el rock. Y seguramente, también dejaron de ser rebeldes los viejos roqueros. Todos los que tenemos padres y tíos mayores sabemos que un señor de la edad de
Mick Jagger sólo puede bailar así si ha llevado una vida sana. Ejercicio. Poco alcohol. Pero hemos añadido a su leyenda transfusiones de sangre diarias, pactos con el diablo y todo tipo de explicaciones brujeriles. Queremos que los Stones sean unos patanes bravucones, aunque no lo quieran ellos mismos.
En una era en que las estrellas beben agua y no fuman, seguimos necesitando el mito del artista desenfrenado, libre y provocador. Nos hace falta que alguien viva rompiendo las reglas. Los Stones se van arrugando y envejeciendo, aparecen en publicidades de
Louis Vuitton y reciben medallas de manos de la reina. Pero hagan lo que hagan, seguirán en nuestro corazón, saliendo por la noche, portándose mal y haciendo esas cosas que no nos atrevemos a hacer.
Eso sí: es perturbador es que nuestro símbolo de gamberrada sean unos señores de setenta años. A lo mejor nos estamos portando demasiado bien.
«Como cantos rodados», por Luis Alberto de Cuenca
Los Stones en el Nueva York de los sesenta - abc
El 7 de julio de 1982, mi buen amigo Fernando González de Canales acudió al
estadio Vicente Calderón a ver y oír a los Stones, que por aquel entonces llevaban ya veinte años de actuaciones a sus espaldas. Yo no pude conseguir la entrada preceptiva, de modo que quedamos después del concierto en un pub del Paseo de Rosales. Ese día de julio de hace más de tres décadas cayó sobre Madrid la tormenta más infernal que pueda imaginarse en la más delirante de las pesadillas. No hubo papelina de coca que se salvase de aquel naufragio universal, digno de un cuadro apocalíptico de John Martin, el pintor victoriano de las catástrofes abracadabrantes. Cuando Fernando llegó al pub de Rosales, donde yo me encontraba retrepado en un diván, ajeno a todo lo que no fuese la lectura de un tebeo de
Conan el Bárbaro, parecía la viva imagen de un tritón recién salido de las aguas. Pero venía feliz, como cuando se vuelve del infierno con un permiso de fin de semana y está uno deseando contar las maravillas que ha visto allí.
Excesivamente diabólicos
A mí, que crecí en la adoración de
los Beatles, los Rolling me parecían excesivamente diabólicos, demasiado transgresores. Mi sensación se ha corroborado con el tiempo, pues sólo unos individuos que han pactado con el Diablo y han firmado con sangre en un pergamino añoso presentado por un tipo con cuernos y traje de etiqueta pueden estar ahí, medio siglo después, girando por el mundo como peonzas satánicas, ajenas al cansancio, a la degradación de vértebras y rodillas inherente a los jubilados.
«Los Stones han adquirido con el tiempo un perfil más pétreo y geológico, próximo al magma milenario»
El quinto rolling,
Brian Jones, el que les puso el nombre de Rolling Stones, se nos murió a deshora, intempestivamente, pero Mick Jagger y su amigo de siempre Keith Richards, el batería Charlie Watts (que venía de Blues Incorporated) y el polifacético Ron Wood (desde 1975 en el grupo, hace tan sólo treinta y nueve años) están decididos a no morirse o, en su defecto, a desplomarse cualquier día de estos –o de nunca– en el escenario, sin la menor concesión a la agonía, que para eso han firmado un contrato con el Demonio.
Un ejercicio de memoria
Cuando Fernando llegó, digo, al pub de Rosales, aquel tempestuoso día de San Fermín de 1982, venía tan cargado de rollingfilia que me hizo aprender de memoria los nombres de todos y cada uno de los miembros de la banda entre abril de 1962, que fue la fecha de su fundación, y la célebre noche de la tormenta.
Han pasado más de tres décadas desde entonces, y aquel ejercicio de memoria sigue vigente en mi cerebro agotado. Los Stones han adquirido con el tiempo un perfil aún más pétreo y geológico, próximo ya al magma milenario. Van a volver a tocar en Madrid. No sé si los relámpagos y los truenos los acompañarán otra vez en su actuación madrileña, como hicieron antaño, porque su satanismo, con el tiempo, se ha ido haciendo más sutil y menos perceptible. Pero el hecho es que siguen ahí, sacándole la lengua al mundo desde su Olimpo subterráneo, como cantos rodados que han acabado convirtiéndose con el tiempo en gigantescas rocas del más hipnotizante sílex.
«Media vida», por Antonio Fontana
Foto dearchivo del grupo - abc
«Mi cabeza es unos grandes almacenes en los que cabe todo», decía Manuel Fraga. Pues así es mi corazón. Tan enorme, metafóricamente hablando, que en él hay sitio para mucha gente: para
Barbra Streisand (la Rocío Jurado norteamericana) y
Nana Mouskouri (la Betty Missiego griega), lo mismo que para los Stones, a quienes no voy a comparar con nadie porque son eso: incomparables. La banda más longeva e incombustible de la Historia del rock: lo que va de 1962, cuando empezaron, a hoy. Entremedias, unas ventas que se acercan a los 250 millones de discos. Casi nada.
Una manía como otra cualquiera
Están de aniversario: cincuenta años, ya, de The Rolling Stones, su primer elepé, palabra preciosa caída en desuso. Luego vendrían temas inmortales como (I Can’t Get No) Satisfaction y Start Me Up. O como Brown Sugar y Angie. Aunque, qué quieren que les diga: yo soy más de Sympathy for the Devil. Una manía como otra cualquiera: donde estén los personajes malvados, oscuros y llenos de aristas, que se quiten los demás. Viva Maléfica y compañía. Y Sus Satánicas Majestades, claro. Con
Keith Richards y Charlie Watts como miembros fundadores en activo. Y con Sir
Mick Jagger a la cabeza, nombre que pronuncio de rodillas, en atención a los miles de años que lleva en activo (setenta y uno, en realidad) y a que estudió –o, por lo menos, se matriculó– en la London School of Economics. Algo que, seguro, imprime carácter.
«Jagger es el cantante que mejor se contorsiona y descontractura sobre un escenario»
Jagger es el cantante que mejor se contorsiona y descontractura sobre un escenario. Bueno, sobre un escenario, no: sobre los miles de escenarios que pisa mientras recorre el planeta. Lo mismo junto a los Stones que en solitario. Lo mismo en solitario que con
Tina Turner y David Bowie y Bruce Springsteen y George Harrison y los hermanos Jackson (sí, los de Michael). E incluso con
Jennifer Lopez.
No es precisamente calderilla
Él y los suyos llegan a España por décima vez. La entrada más barata para su concierto del
Santiago Bernabéu (en «butaca de lámpara», supongo) costaba 85 euros, que no es precisamente calderilla; y la más cara, 1.700 (seis mil y pico incluyendo hotel con spa y personal que te lleva en volandas hasta la cama). Poco importó: las entradas se agotaron ipsofactamente. Y ahora, en la reventa, por una sola piden la friolera de 12.000 euros. Cultura a precios populares.
El 25 de junio los más afortunados verán de nuevo a Jagger en acción, poniendo morritos como si, más que a cantar, te fuera a comer. Por no hablar de su pelvis, que tiene vida propia.
Un Elvis eléctrico, eso es Jagger. El alma de los Stones. El líder de una banda sin la cual no se entendería la música de Led Zeppelin. Ni la de ZZ Top. Ni la de New York Dolls. Ni la de Oasis y The Verve y Primal Scream y The Hives y
Guns N’ Roses y... Uf.
Una música, la de los Stones, sin la que no se entendería –quizá debería haber empezado por ahí– media vida nuestra.
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