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Desde el «chapapote» moral e intelectual

«ETA (y con ella el nacionalismo vasco en su conjunto) comenzó a ser débil

«ETA (y con ella el nacionalismo vasco en su conjunto) comenzó a ser débil ideológica y moralmente cuando fue delatada por el Movimiento Cívico no como enemiga de la patria española sino de la igualdad, la solidaridad y la libertad». Así delimitaba Iñaki Ezkerra en Papeles de Ermua número 9 el punto de inflexión entre el Movimiento Cívico Vasco y el Movimiento Pacifista, que le había precedido desde los 80, cuyo discurso podía amoldarse sin dificultad a la conveniencia política y a los consiguientes zigzagueos morales del PNV-EA, capaz de condenar y reprender a ETA a la vez que fomentar su supervivencia con generoso despliegue de medios educativos, políticos y financieros. El movimiento cívico dio en diana al denunciar la podredumbre moral del nacionalismo vasco en su conjunto, delatando así su profunda raíz antidemocrática.

La estrategia totalitaria recurre a la perversión del discurso moral -quizá porque el discurso moral, incluso el pervertido, persuade- en las coordenadas de una incuestionable referencia a la paz, a la reconciliación y al perdón. Nuestra experiencia en el País Vasco es concluyente hasta el hartazgo. Lo grave del momento presente es que el socialismo al uso de Rodríguez Zapatero ha asumido como propia esa misma estrategia mendaz.

El objetivo mediático de la estrategia sistemáticamente utilizada por el nacionalismo, que se asocia a una deliberada perversión del lenguaje, es la confusión que imposibilita la distinción, el discernimiento: los conceptos se desdibujan dificultando la catalogación moral de los hechos. La confusión es el eficaz narcótico de las conciencias, que permite con un poco de habilidad (demagogia) justificar lo injustificable. Tras el travestismo conceptual de términos incuestionables (paz, diálogo, reconciliación...) unos pocos átomos de sentimentalismo, que no moralidad, como la «expresa condolencia pública por toda muerte, sea de víctimas o verdugos»; la deletérea culpabilidad colectiva que diluye «la responsabilidad concreta de los terroristas», «o la bondadosa intención de evitar más muertos» logran esa «telaraña moral e intelectual» que imposibilita vislumbrar la verdadera naturaleza del problema y, por consiguiente, atajarlo.

Efectivamente, el abuso de referencias sentimentales es otro elemento de enorme eficacia para lograr la perversión del discurso moral. El recurso abusivo a los sentimientos encuentra coartadas para la justificación de actuaciones objetivamente condenables. Se recurre a los sentimientos como si éstos pudieran ahogar el discernimiento del bien y del mal hasta el punto de atropellar la libertad y eximir de responsabilidad. El intrusionismo de los sentimientos como elemento del discurso intelectual es capital en la manipulación de una sociedad moldeada al albur de una televisión que propicia unas coordenadas mentales al son de «Corazón, Corazón», «Crónicas marcianas» o «Gran Hermano». Para algunos el fin justificó los medios; ahora las buenas intenciones, los buenos sentimientos, justificarían la arbitrariedad, la irresponsabilidad o el recurso a cualquier medio. Podríamos ilustrar esta situación con dispares ejemplos de actualidad: desde el considerar a un terrorista «como hombre de paz» porque quiere conseguir negociando lo mismo que pretendía matando; o el apresurarse a proporcionarle un hijo probeta a una mujer de 60 años, por el único motivo de que «lo anhela», sin reparar en el alcance moral de los medios a los que hay que recurrir, ni considerar las consecuencias (para el niño, por supuesto).

Si al «convincente» ingrediente del sentimentalismo le añadimos un componente de pragmatismo-populismo, que banaliza lo relevante y encumbra lo banal para sentenciar -por ejemplo- que «más muertos que el terrorismo causan los accidentes de carretera» (Alfredo Pérez Rubalcaba); que «todas las ideas son respetables y que las ideas no se pueden ilegalizar» (Patxi López, entre otros), o que «sin armas todo es posible» (José Luis Rodríguez Zapatero); puede establecerse un auténtico «chapapote» intelectual y moral que impide (o dificulta seriamente) el discernimiento de lo que está bien y de lo que está mal; de lo que es relevante y de lo que es banal; de lo que es apremiante competencia del Estado a lo que es puro intervencionismo.

Esta estrategia del lenguaje «biensonante», aparentemente moralista o moralizante, que encubre una distorsión del significado de los conceptos más incuestionables (paz, diálogo, perdón, reconciliación, pluralidad, justicia...) no es una novedad. Es propio de las estrategias totalitarias acceder a este recurso. Lo hizo el nazismo, el marxismo, la teología de la liberación... y es la práctica habitual en gobiernos corruptos u organizaciones mafiosas. De este modo, se derrumba su capacidad para persuadir: de hecho, desisten en persuadir, sólo alcanzan a desinformar, a confundir. La mentira es el método, por lo que bien puede denominárseles «las estrategias de la mentira». En las que cumplen un papel capital los que desde la supuesta independencia (periodistas, representantes institucionales,...) rindan a los «dientes del engranaje» constantes muestras de adhesión, repitiendo casi literalmente las consignas impuestas para salir de apuros, aunque acto seguido haya que cambiar de tercio y decir exactamente lo contrario.

En la estrategia de la mentira, que necesariamente conlleva la estrategia de la perversión moral, se acuñan sin disimulo binomios incongruentes: paz sin libertad; paz sin democracia; paz como estabilidad para dar más poder a los totalitarios; reconciliación sin justicia; perdón sin arrepentimiento. Esta estrategia mendaz siempre orientada a la quiebra de la ley y a la impunidad ha sido la constante en la joven democracia española, de la que sólo ETA y el nacionalismo se han beneficiado. Mientras, este último se ha aplicado con tozudez a plantear la reconciliación, como si ésta fuese posible sin justicia, como una asignatura pendiente.

Recuerdo un breve diálogo, que puede ser expresivo del deliberado contexto «pseudomoral» en el que se camuflan los estrategias de la mentira, entre dos personajes de la película «El fuego de la Venganza» de Tony Scout. Basada en hechos reales, se desarrolla en el actual México, donde una extensa organización mafiosa, autodenominada «Cofradía» Libertad (creo recordar), que aglutina entre otros a un notable número de policías corruptos, perpetra secuestros de los que obtiene suculentas retribuciones económicas. Los protagonistas no escatiman los más crueles recursos para dar eficacia a sus procedimientos coactivos. Tony Scout se prodiga en exponer gráficamente el contexto social y familiar de la historia, mostrando innumerables crucifijos, imágenes de la Guadalupana, rosarios y velas que muestran las supuestas convicciones cristianas de los componentes de la banda y de la sociedad que los padece con resignada pasividad. El breve diálogo al que quería aludir, porque quiebra con humorística crudeza la farsa, es el mantenido entre un anciano anónimo, que viene a expresar el «sentir popular», y el protagonista John W. Creasy (interpretado por Denzel Washington). Creasy, escolta de una niña de nueve años que es secuestrada y al parecer asesinada, se prepara para administrar «la justicia por su mano» contra el jefe de la policía, miembro de la «Cofradía»:

-«La Iglesia dice que hay que perdonar», le espeta el anciano al percatarse de las intenciones de Creasy. A lo que éste responde:

-«El perdón es entre ellos (los mafiosos) y Dios. Yo sólo les facilito la entrevista».

Creasy diseccionó bien los conceptos, los despegó del chapapote moral e intelectual, pero recurrió a la venganza. Las víctimas del terrorismo en España tienen discernimiento conceptual -lo han demostrado una vez más en al IV Congreso Internacional de Víctimas del Terrorismo-, pero no se vengan: siguen delegando en el Estado de Derecho la aplicación de la Ley y la administración de la justicia, en un ejercicio de civismo y calidad moral sin precedentes. Enorme responsabilidad la de Rodríguez Zapatero y de quien le sustituya -más pronto que tarde, espero- en La Moncloa.

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