EL que no lo quiera ver está en su derecho de cerrarse a la evidencia, pero el Gobierno anda repartiendo beneficios penitenciarios a etarras con la misma ligereza con que los especuladores financieros colocaban las hipotecas sub prime. Y puede que con las mismas garantías. En su legítimo afán por desintegrar a la banda y aislar de cualquier fantasmagórica causa política a los pocos pistoleros que aún quedan en ella, Zapatero y Rubalcaba pueden estar cometiendo un nuevo error de voluntarismo y ligereza al otorgar a los criminales presos una confianza que no todos merecen por igual, y que incluso está por ver que no constituya una malversación moral de la capacidad de indulgencia del Estado. Pero, sobre todo, están incumpliendo en apariencia el mandato número uno del consenso antiterrorista: el de aceptar que la eventual clemencia ha de venir después de la rendición y no antes. Primero que los malos dejen las armas para siempre y luego ya veremos si la democracia quiere tener un detalle con sus compañeros condenados, previa constatación de que se han arrepentido de veras y de que admiten con sinceridad el fracaso de su siniestra aventura de sangre.
Ocurre que el zapaterismo tiene prisa de nuevo por acabar con ETA porque ve en la pacificación definitiva del País Vasco la única baza vendible de una legislatura fracasada. Y en esa ansiedad corre el riesgo de precipitarse dando por buenas unas garantías poco solventes. Evidentemente no es lo mismo el arrepentimiento de un Txelis a todas luces desengañado de su antiguo delirio que el de una Tigresacuya crueldad es demasiado reciente y cuya obcecación criminal resulta aún demasiado flagrante para obtener réditos de la firma de un papel de vago compromiso. Antes de la reinserción es menester cumplir una parte significativa de la pena para devolver a la sociedad una reparación por el sufrimiento causado. El perdón es un acto de generosidad que requiere un tiempo, una pauta de asimilación del daño, un compás de espera para que cicatricen las heridas y el dolor. Además de una contrición fehaciente, una expresión taxativa de remordimiento y, sobre todo, una voluntad expresa de ser perdonado que falta cuando es el Estado el que ofrece por delante contrapartidas de benevolencia a cambio de unos gestos que pueden ser aparenciales, cosméticos y simplemente interesados.
Lo ha explicado mucho mejor Maite Pagaza, soberbia y majestuosa vestal de la dignidad de la resistencia: quien es compasivo con el cruel puede ser cruel con la víctima del cruel. Ahí está la línea roja que el Gobierno no puede cruzar sin volver a atropellar la razón esencial que ha sostenido la lucha democrática contra el fanatismo etarra. Éste es el orden moral de cualquier estrategia antiterrorista: primero el castigo; después la rendición; luego, tal vez y selectivamente, la clemencia. Y nunca, nunca jamás, el olvido.


