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Columnas / PERSPECTIVA

La cuestión nacional

El victimismo nacionalista no es gratis. Ha llegado el momento de hablar de dinero, del reparto del patrimonio

Día 16/07/2010
SALÍA el miércoles del despacho cuando al cruzar por la embajada de Francia me topé con la celebración de su fiesta nacional. Iba a encontrarme con un colega inglés, de visita en el Instituto de Empresa y especialista mundial en el papel de las instituciones en el desarrollo económico. Hablamos de la economía española, de sus dificultades actuales y de sus problemas para competir con una moneda única. Al final, y como pidiendo perdón por el atrevimiento, me preguntó: «Fernando, ¿tú crees que este país seguirá unido dentro de veinte años?». Y como para justificarse, antes de darme tiempo a responder se confesó: «Yo creo que no, pero el Reino Unido tampoco, porque Escocia ha emprendido un camino irreversible. Es una tragedia. Qué envidia de Francia». No pude apartar de mi cabeza esta conversación mientras escuchaba los argumentos económicos y políticos vertidos en el Debate sobre el estado de la Nación. El razonamiento económico de Zapatero sigue aferrado a dos tremendas falacias. Primera, la crisis es un fenómeno meteorológico inevitable, un tsunami imprevisible. Segunda, no hay más alternativa que apoyar al gobierno o España se precipitará al desastre. No hay teoría ni evidencia empírica que apoye ninguna de las dos afirmaciones, pero eso es irrelevante para un presidente que defiende con la misma vehemencia el gasto público y el ajuste fiscal, el despilfarro del Plan E y la congelación de pensiones. La crisis española es el resultado de su política de España crecerá más y mejor, y de su salvaje inyección de impulso fiscal ajena a toda racionalidad productiva. Así se crearon los desequilibrios exteriores y los excesos inmobiliarios y de crédito, así se arruinaron ayuntamientos y comunidades autónomas con la promesa de financiación estatal sin límite. Apoyar a un gobierno en esas condiciones no es un acto de responsabilidad sino de terquedad o ignorancia. Pedir ese apoyo, un acto de soberbia. Amenazar con el diluvio, un rapto de nostalgia caudillista.
Y llegamos a la cuestión nacional. Las palabras de Durán Lleida fueron muy explícitas. Su forma de entender Cataluña no cabe en la Constitución del 78. Está en su derecho, y también a pedir un cambio constitucional. Pero no a negar validez al Tribunal Constitucional, ni a la amenaza. Antes era Aznar el que creaba independentistas, ahora es el Constitucional. Probablemente tiene razón, el Antiguo Régimen se resiste a morir y es incompatible con la Modernidad. Si nos ponemos exquisitos, una visión medieval del mundo anclada en derechos históricos y territoriales es incompatible con el positivismo y la revolución francesa por mucho que el PSC se haya apuntado a ella. Los discursos existencialistas son inútiles y peligrosos, pero que nadie se engañe, si nos adentramos por ese camino, el resultado es incierto. No es evidente que para acomodar a un grupo social, por numeroso que éste sea, el resto de los ciudadanos estén dispuestos a ceder y a renunciar a su manera de entender la España democrática. El victimismo nacionalista no es gratis. Quizás ha llegado el momento, como en los divorcios, de hablar de dinero, del coste de la secesión, del reparto del patrimonio. Como los mercados financieros hablan ya sin tapujos del coste de abandonar el euro. A lo mejor descubrimos que, como los alemanes en la Unión europea, los catalanes han sido y son los principales beneficiarios de la unidad de España.
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