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Columnas / HAY MOTIVO

Automoribundia

La historia está hecha de esas nobles ficciones que consisten, no en olvidar, sino en hacer como que hemos olvidado

Día 22/06/2010 - 17.58h
DESDE que la infame turba de antifranquistas de salón, cómicos de la lengua y fantoches mediáticos emprendiera el viaje hacia ninguna parte, no pasa un día sin que se añada un nuevo ítem a esa especie de automoribundia interminable en la que se camuflan los estertores del presente tras el agónico biombo del pasado. Porque, mientras se despabilan tumbas para reavivar la saña y mientras cada cual saca a sus muertos del almario, sucede que, hoy por hoy, cinco millones de personas han sido sepultadas en la cuneta del paro. Pero eso, por lo visto, no es un crimen, sino una magnitud macroeconómica, un despojo estadístico del que más vale no acordarse. Aquí lo que interesa es cobrar la factura de los tiros de gracia (ya fueran diestros, ya zocatos) y ponerle sordina a un disparate a bocajarro. Al cabo, reestrenando la tragedia, se cae del cartel el drama.
En el juego de interesados delirios que amalgaman memoria e historia para mejor confundirlas —hasta llegar a ese hallazgo cómico que es la invención de cátedras universitarias de «memoria histórica»—, nos convendría a todos releer al siempre sensato Renan: quien quiera construir la historia, debe olvidar la historia. O bien, en versión más agria, al Nietzsche de La genealogía de la moral, que sabe cómo «sólo la fuerza del olvido permite hacer promesas». El peso afectivo de la memoria es aniquilador. Para la verdad, por supuesto. También, de un mudo mucho más paradójico, para la acción humana, a la cual su presión reduce a la impotencia del resentimiento. No es la memoria —cargada de pasión y, por tanto, de ceguera— la que abre camino al conocer y, con ello, al hacer cosas nuevas. La historia, sí. Pero la historia es su oponente frontal. En la memoria se alza el altar de lo sagrado para quien recuerda: se es fiel a la memoria como se es fiel a una creencia. La historia desacraliza, pone la seca prosa del conocimiento, que tan escasas veces se ajusta a nuestras fidelidades.
Hubieron de desacralizar los atenienses su memoria tras la serie catastrófica que lleva de la guerra del Peloponeso al despotismo de los treinta; sólo así vieron posible preservar a la ciudad de los odios más descarnados, aquellos mismos odios cuya tragedia Platón cristaliza en la ejecución de Sócrates, sabio que conocía bien hasta qué punto la rememoración humana poco tiene de verdad, y más es proyección de deseos, en mayor o menor medida ocultos, que alumbramiento de conocimiento alguno. La historia de los hombres está hecha de esas nobles ficciones que consisten, no en olvidar, sino en hacer como que hemos olvidado, para evitar el giro loco en la espiral del odio. Y guardar el recuerdo para el altar más íntimo, aquel que jamás contamine la política.
Deberían leer, nuestros actores. Si eso les fuera posible. Leer, por ejemplo, esta joya en la cual nace el concepto moderno de libertad personal contra la pasión de muerte. Edicto de Nantes por Henri IV, 13 de abril de 1598: «Que la memoria de todos los hechos
sucedidos entre unos y otros permanezca adormecida y que no se permita que nuestros procuradores generales o cualquier otra persona pública o privada puedan utilizar los conflictos antiguos para entablar ningún proceso contra nadie». Contra nadie. Así sea.
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