Mi hándicap es que desconocía toda información sobre los tipos de barcos y los horarios en los que zarpan. Poco a poco, me fui orientando: hay varios puertos, pero el principal es Eminönü. Una vez allí, intenté buscar un barco que fuera turístico. Uno de dos plantas y con cinco paradas parecía el ideal... y el precio, unos diez euros, acompañaba. Me hice con un sitio privilegiado junto a la borda. El espectáculo estaba a punto de comenzar.
Comenzó el paseo, y lo hizo a mayor velocidad de la que esperaba: parecía que íbamos lejos. Lo primero que pude observar fue Estambul en perspectiva, de izquierda a derecha. Acababa de llegar a la ciudad, y todavía no había visto nada de ella. Creo que fue un acierto, porque mis expectativas se quedaron incluso cortas, me quedé atónito.
Llegó la primera parada, pero era sólo de tránsito, allí no se podía bajar. Lo mismo sucedió en las tres siguientes. Quizás alguna fuera interesante, nunca lo sabré. Mientras, disfrutaba del camino. Me llamó poderosamente la atención que el Bósforo estuviera completamente poblado. Multitud de hoteles de lujo y casas de ricos llenaban la orilla. Muchísima opulencia, poderío absoluto. También me sorprendió la limpieza del agua, que es excepcional.
EN BUSCA DE UN MOTIVO PARA VOLVER
Al final, llegamos a una isla donde está la última ciudad turca a orillas del Mar Negro. Me encantó ver cómo el Bósforo se abría hacía el mar. La isla, con un ambiente típico de pueblo de pescadores, tiene un castillo en lo alto que merecía la visita. Pero estaba tan cansado que me negué a subir. Así tengo un motivo para volver.
De regreso volvió a parar en los mismos sitios y entendí, a buenas horas, que si me hubiese bajado en uno de ellos, me hubieran recogido a la vuelta. Un poquito más de información no hubiera venido mal. Pero era un mal menor en medio de tanta belleza. Porque todavía quedaba el final, que era de categoría: ver cómo el sol se pone sobre Santa Sofía terminó de calificar una gran nota el crucero.



















