Sin embargo, ahora se planta como un tótem farruco en la cartelera para testificar dos de las tendencias maestras del cine contemporáneo: la alargada y «emo-tontigótica» sombra de la luna llena, y el desprecio por las materias primas literarias. Dos circunstancias que no tenían que ser necesariamente adversas ya que, si hay un ser mitológico que ha sabido reinventarse camaleónicamente a lo largo de los tiempos, ése es Dorian Gray; y, por otra parte, si para algo está el cine es para ejercer su licencia de metamorfosear y descuajaringar a la literatura como si fuera un «flubber» en manos del doctor Frankenstein. Pero, por desgracia, estos no son los casos.
Siendo generosos, podemos admitir que Oliver Parker se invente el principio y final de la novela de Wilde y hasta que se saque de la manga personajes como la hija de Lord Henry. Pero lo que no es de recibo es que haya convertido a la encarnación del «aleph» de la codicia, la corrupción y el narcisismo del ser humano en una marioneta de porcelana incapaz de arrancar en el espectador los sentimientos de miedo y asco requeridos por el autor (a pesar de lo explícito de escenas y diálogos aliñados violentamente).
No hay que echarle la culpa enteramente a un actor tan verde como Ben Barnes (o a un guionista aún más bisoño como Toby Finlay), sino a una puesta en escena de macramé y con olor a naftalina (pobre Ealing) donde hasta la flor que se arroja sobre la tumba parece de tela y alambre. Tampoco le sirven de mucho a Parker las lecciones terroríficas tomadas del gran Clive Barker (las erótico-festivas algo mejor), y eso que anduvo con los cenobitas. Respecto a Colin Firth, el hombre hace lo que puede, aunque intentar eclipsar a George Sanders era mucho pedir. En fin, que con un bodriete así de arrugado y pocho, seguro que hay otra adaptación hermosa suelta por ahí. Esperemos que se materialice algún día.























