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ABC Cultural

Con toros flojos, no hay espectáculo

ROBER SOLSONA

ANDRÉS AMORÓS

Sale el sol, las calles se abarrotan, se acelera la «plantá» de las Fallas: en la calle Salamanca, recuperan la tradición de hacerla a brazo, «al tombe», sin ayuda de grúas. El pirotécnico Caballer dedica la «mascletá» a un amigo fallecido y Rita Barberá alza los brazos, feliz, en su balcón del Ayuntamiento.

En el barrio de Sagunto está la Casa-Museo de Concha Piquer: una casa popular, sin lujos. Además de los míticos baúles, hay recuerdos taurinos: letras de cuplés, fotos de su marido, Antonio Márquez, «el Belmonte rubio», al que conocí, y de sus reses bravas, a las que llamaban «los conchas». Y una foto de la propia cantante, en Bogotá, en 1945, toreando una becerra.

Concha Piquer fue una reina del espectáculo. Las Fallas son una Fiesta española, un gran espectáculo popular: exactamente igual que la Tauromaquia. Pero, si los toros no tienen casta y fuerza, no cabe el espectáculo.

La primera mitad de la tarde es un fiasco por la flojedad desesperante de las reses de Jandilla. El primero, suelto, se para. Paquirri banderillea, prueba por alto, grita «¡je!» cinco veces y lo mata mal: no ha pasado nada. «Miró al soslayo, fuese...», decía Cervantes.

El segundo se cae en varas. Al Fandi le falta toro para brillar de veras en banderillas. Después de las carreras, el animal se desinfla como una gaseosa. «Parece estar muerto de pie», dice uno. Sigue el silencio.

En el tercero no hay apenas varas ni capotazos. Está, siempre, a punto de caerse. Talavante, aseado, juega con un bicho parado por completo. Oigo otra voz: «El toro no puede con su alma». Si los toros tienen alma, pienso...

La cosa mejora algo en la segunda mitad. Rivera Ordóñez tiene la fortuna de que le toque el cuarto, el más noble. Vuelve a banderillear con facilidad. Muletea de rodillas, consigue derechazos pausados, naturales sin estrecharse, circulares. Con una estocada tan baja, antes no se conseguía una oreja. Eso era antes.

En el quinto, Fandi prodiga en exceso las chicuelinas. Este toro sí aguanta pero mansea y protesta. El tercio de banderillas es bueno pero sin excesos. En la muleta, se queda corto; por la izquierda, se defiende mucho, le pone en apuros. Buena estocada y oreja populista a la voluntad.

El último, de Vegahermosa, va de largo al caballo pero mansea. Talavante ha venido de América con sitio. Pero el toro se para, engancha la muleta. Y el torero muestra su peor faz de pinchaúvas.

Hasta el cuarto toro, este bondadosísimo público no ha podido encontrar ocasión mínima para divertirse. Luego, se ha mostrado generoso en exceso, como suele. ¿Será suficiente eso para que salgan de la Plaza con ganas de volver a este espectáculo? Lo dudo.

No es una cuestión de puritanismo sino de pura lógica: si los toros no tienen fuerza, no cabe el espectáculo, por escasa que sea la exigencia del público festero.

A mi lado, un espectador poco avezado me pregunta: «¿No deberían preocuparse los ganaderos, viendo estos toros, y buscar alguna solución?» Lo peor es que mi ingenuo vecino tiene toda la razón.

Recuerdo yo dos versos de Góngora: «Esa montaña, que, precipitante, /ha tantos siglos que se viene abajo...» Pero don Luis no se refería a los toros de estos tiempos.

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