Sabemos que algo falla

Mullidos los ciudadanos sobre los cojines de los derechos y prestaciones, boquean sofocados bajo esos delicados damascos el principio de autoridad y la ética del trabajo. Esta situación se ha generalizado en los últimos decenios por obra y, sobre todo, gracia de una generación, la mía, formada en una noción de igualdad que, a la postre, tiene más en común con el compadreo chachón que con la dignidad personal. Y las consecuencias son aciagas, en especial entre los más jóvenes, víctimas de una educación familiar y académica infructíferas.
De resultas, no es indispensable, en el presente, que el alumno adquiera los conocimientos que requiere su formación y, si existen circunstancias que conculquen este privilegio, comparecen en la escuela los progenitores razonando a tortazos cualquier discrepancia. El hermoso oficio de maestro, antaño considerado, se ha tornado ingrato y, en ocasiones, peligroso.
Pero, como se ha convenido que lo importante no es la regla sino la excepción, añadimos más asignaturas a los programas formativos, como la educación sexual, vial o de ciudadanía y, ante los malos resultados en lengua extranjera, un segundo idioma. Ahora, para orgullo de los autores de esta reforma, los educandos, además de no aprender inglés, tampoco consiguen instruirse en francés. Empero, el fracaso escolar se encubre a toda costa. La última medida para ocultarlo es una selectividad reducida de seis a cuatro materias. El remedio siempre es bajar el listón.
Gracias a este denuedo público por aculturizarnos sin discriminación de raza, sexo o condición, nuestras innúmeras y pésimas universidades forman, por su parte, legiones de jóvenes tanto en disciplinas socialmente demandadas como colmadas a fin de satisfacer todas las vocaciones y expectativas. La secuela es que el erario público realiza un gasto oneroso con el propósito de que un joven estudie Física para que, luego, se incorpore como administrativo bancario al mundo laboral o se licencie en Historia para poder disfrutar de un taxista de conversación amena. Lo que es absolutamente insólito, por el contrario, es encontrar un ebanista o un fontanero, alguien que desarrolle destrezas prácticas y mensurables, mientras los camareros cursan doctorados y los psicólogos preparan oposiciones a ordenanzas.
¿Y los que salieron rebotados del sistema educativo? Trabajaron en la construcción hasta que la burbuja inmobiliaria, fiel a su naturaleza, ascendió a los cielos. Estuvieron cobrando, después, el desempleo y hogaño reposan sobre un jergón de arpillera apenas esponjado por cuatrocientos euros mensuales. Sus esperanzas de futuro están depositadas en los concursos de la tele.
Todos sabemos que algo falla.
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