Además de nombre de ciclista, lo que tiene Marco Bellocchio es talento. Ya lo había demostrado el realizador italiano en «Il sogno della farfalla» o «Buengiorno, notte».
Una escena de «Vincere»
A la gente así se le ve enseguida la valía de sus ideas, su manera de hacer las cosas, con estilo, donaire y cierta elegancia. Esa manera de plasmar al Mussolini joven, esa forma de dibujarle mostrando atisbos de lo que ya se veía venir: un tipo duro, violento, de mirada tenebrosa y arisca, casi en la frontera de la demencia agresiva, está realizada con una maestría difícil de plasmar en cualquier celuloide.
No le tiembla la cámara a Bellocchio para tirar al foso a ese imitador de Nerón en base a la caza y captura que hizo de un viejo amor al que dejó tirado (a ella y a su hijo) como si fueran una colilla de Celtas añejos. Lo hace Bellocchio con tonos oscuros, amargos, un ambiente que desazona en modo extremo la narración hasta convertirla en un drama durísimo que se va llenando de aristas a medida que el crecimiento de Mussolini se hace imparable.
Un gran trabajo, bello en la misma aspereza que le circunda, sin concesión alguna a la bondad, ni a la esperanza ni a la galería
Luego, la cuesta abajo en medio de unos colores ocres, la demencia que se apodera de ella y que parece heredar el primogénito en una espiral hacia los infiernos que conlleva todas las entradas a las jocosamente llamadas casas de salud...
En suma, un gran trabajo, bello en la misma aspereza que le circunda, sin concesión alguna a la bondad, ni a la esperanza ni a la galería. Un horror poco encubierto que te envuelve de la misma manera que la sorda oscuridad rodea y atenaza, sin posible salvación, a una heroína totalmente perdida. De nuevo, un gran Marco Bellocchio.























