Lunes , 22-03-10
POR fin, el domingo que viene ya es Domingo de Ramos. A pesar de los pesares. Aunque seamos torpes, cafres e imperfectos. Aunque este año el azahar llegue con retraso (dicen que si no brota para Semana Santa el Ayuntamiento lo va a poner de plástico). Aunque tras el Señor de la Caridad sigan legionarios que suspenden en canto y en solfeo. Aunque la carrera oficial cuanto más se consolide y más se vista de seda... más mona se queda. A pesar de que haya imaginería buena, menos buena, regularilla y... francamente sustituible... Por fin, después de un año esperando, llega la Semana Santa.
Nosotros la hacemos grande o chica, fea o sublime. Nosotros la estropeamos cuando metemos la pata en nuestros actos. Sin embargo, la Semana Santa merece la pena. Lo que significa. Lo que celebra. Lo que promete.
La primera en la calle, la Borriquita, hace saltar de júbilo el corazón cofrade mientras Jesús, Humilde, bendice a niños y mayores. La más antigua, las Angustias, nos oprime el alma con el llanto descarnado de la Madre. La más lejana, la de las Palmeras, nos abre los ojos a la luz de occidente, donde se pone el sol el Martes Santo sangrando en una cruz de crepúsculo y Piedad.
Las imágenes hablan. Hay que mirarlas y escucharlas. Son signos que se complementan con las levantás, los giros, las llamas en alto de los nazarenos, la música, el silencio, el paisaje...
La Semana Santa la profana la frivolidad, nuestra frivolidad. Pero, pese a todo, merece la pena creer en la Semana Santa. La emoción, los recuerdos, la infancia, la madre, el padre, las reuniones, las esquinas, las carreras, las esperas... las oraciones... Todo ello es el patrimonio que deja y se renueva cada Semana Santa en nuestra alma. Aunque las impurezas sean muchas, la Belleza, esa Belleza que, como decían los griegos, equivale al Bien, supera con creces lo que haya de mejorable en la Semana Santa.

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