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En más de una ocasión me he referido a que la característica más llamativa de la Europa actual es su marcada tendencia a confundir los deseos con la realidad, a caer en un voluntarismo que no sé si es más propio de la infancia o de la senectud. De la misma forma que cree que puede vivir eternamente por encima de sus posibilidades, aumentando los servicios del Estado sin considerar cómo van los ingresos, no duda en calificar de «democrática» una revuelta que estalla donde apenas hubo tradición liberal ni experiencia parlamentaria.
La ciudad de Sirte ha caído, el dictador está muerto y deberíamos estar celebrando la paz. Sin embargo estamos escandalizados ante la ejecución de Muamar Gadafi, la forma en que se llevó a cabo y la impudicia de grabarlo. Es evidente que nadie quería verlo delante de un micrófono contando cómo se hizo con armas de destrucción masiva, cuál la relación entre los estados del Golfo Pérsico y el yihadismo, cómo se resolvió éste contrato o aquél otro... pero el comportamiento de sus captores y la publicación de esas groseras imágenes nos dicen más de la naturaleza de la revuelta que los comunicados oficiales de sus dirigentes.
Hay quien se sorprende de que se vaya a imponer la ley coránica en Libia. ¿Por qué? Es lo lógico teniendo en cuenta quiénes son, en qué creen y cuáles son sus objetivos. Lo realmente alarmante es la ceguera autoimpuesta con la que los europeos campamos por la política internacional confundiendo libertad con intereses tribales o demandas islamistas. Tenemos miedo a la verdad y no paramos de engañarlos... para al final toparnos con el muro de la impertinente realidad.