Domingo , 25-04-10
Uno se dirige a la entrevista de Antonio Gala como quien va a someterse al examen de reválida. Pero hoy está la mañana apacible y don Antonio se muestra particularmente indulgente. A lo largo de cuarenta y siete minutos y veinticuatro segundos, el escritor contemporáneo más laureado del país despliega su inabarcable erudición, su exactitud expresiva y su punzante ironía que, con los años, parece haberse hecho más traviesa si cabe.
-Por cierto, señor Gala, ¿usa usted móvil?
-¡¿Yo?!
Nos recibe en su espacioso despacho de la Fundación Gala, su más querida obra, según se encarga de airear repetidamente. En la acogedora sala se exhiben cuadros de los becados, una formidable biblioteca de madera oscura y una delgada escultura metálica en forma de espiral, cuyo autor tituló con el nombre del poeta y dramaturgo. «Yo me busco, pero no me encuentro», dice socarronamente Gala cuando pasamos delante de ella. Está perfectamente trajeado, con un pañuelo estampado asomando por el bolsillo superior, y muestra un saludable color de tez. Sobre el escritorio, los periódicos del día.
-Usted ha sido un lector voraz. ¿Qué ha encontrado en los libros: un refugio, una huída?
-Todo, todo. No he hecho otra cosa en mi vida .
-¿Leer es otra forma de vivir?
-Es esencial. Para mí, el libro lo es todo.
-¿Siente vértigo en el mundo contemporáneo, con Internet y las nuevas tecnologías?
-No siento vértigo porque no me asomo a él. No sé manejar esto. Tengo la necesidad física del libro en la mano. Cuando a Quintiliano, ya jubilado de su cátedra de retórica, le ofrecieron algo parecido a un libro manuscrito, dijo: «Hemos terminado con la literatura». Porque el libro era desenrollar, no pasar páginas. Yo ni siquiera uso la máquina de escribir. Escribo a mano. Todo absolutamente.
-¿El libro resistirá?
-No puede dejar de existir de ninguna manera.
-Fue Boabdil, en su Manuscrito Carmesí, quien dijo que «el hombre nunca es libre». ¿Está de acuerdo con su protagonista?
-El hombre está muy limitado. No ve mucho más allá de las cosas. Pero la libertad sí la puede tener. Llega a ser libre si lo busca.
-¿Cuesta mucho ser libre?
-Ser verdaderamente libre, sí.
-¿Usted ha sido libre?
-Soy uno de los hombres más libres que conozco.
-¿A qué se debe esa virtud?
-A renunciar a muchas cosas, por las que o te exigen un pago o te suponen un lastre que no te gusta llevar. La libertad de decir no es una libertad espléndida.
-¿Ha tenido que decir muchas veces no?
-Muchas veces. Y a muchas ofertas, que a veces son difíciles de rechazar. Mi padre se llamaba Luis y tenía muy claro lo que quería que yo fuese.
-¿Y usted fue lo que él quiso?
-Fui lo que él quiso y luego dije: «Hasta aquí». Entré en la universidad con 15 años e hice lo que él quiso. Más de lo que él quiso: porque estudié Derecho, Ciencias Políticas y Filosofía y Letras.
-¿Lo hizo por él?
-Sí. No obligado de manera descarada. Pero sí de forma amorosa y filial.
-Y se fue a los Cartujos.
-Sí. Ésa fue mi manera de decir: «¿Ves? Lo que tú querías ya lo tienes. Veinticinco años y ya soy todo esto. He hecho tanto que mi vida se ha convertido en la tuya». Y ahora me voy a un sitio donde se produce la muerte civil. Luego, la Cartuja se dio cuenta de que no había nacido para eso.
-¿Se fue por un impulso religioso, existencial?
-No religioso, pero me parecía que la Cartuja era lo menos parecido a la Iglesia de fuera. La única independiente de verdad. Que no acepta cargos de cardenalatos, ni episcopados, ni nada. Las otras sí. Y fui feliz en la Cartuja de Jerez. Estuve un año. Ellos en seguida se dieron cuenta de algo esencial: no se habla y se adivina. Me dijeron: «Tu voz no es nuestro silencio. Tú tienes que hablar».
-¿Qué encontró allí?
-Serenidad. Y esa búsqueda de mí mismo que no había hecho por cariño a mi padre. Cuando él muere, yo renuncio a todo lo que me pudiera tocar. Y mis hermanos gentilmente me dan todo lo que era personal de mi padre. Yo creí que no era el predilecto. Y ellos sabían que yo era el predilecto. Mi padre murió con alzheimer y me hablaba continuamente de su niño. Que era yo. No me reconoció nunca y fue muy duro. La parte más dura de mi vida. Mis hermanos me dieron todos los objetos de mi padre. Las cadenas que yo llevaba eran de mi padre. Y las llevaba como los chicos de ahora las llevan. Yo me adelanté a ellos. De pronto, en la cartera del bolsillo que él llevaba había una cuartillita. Un día mi ama me había castigado a no salir un fin de semana. Yo estaba escribiendo y mi padre entró, cogió la cuartilla, la leyó y dijo: «Puedes salir». Esa cuartilla, que tenía la historia de un gatito, la tenía él dobladita y guardada en la cartera cuando murió.
Se declara abierto enemigo de los fotógrafos. Y aunque a regañadientes, se presta a la sesión del reportero gráfico sin parar de lanzarle cáusticos dardos inofensivos. A Antonio Gala aún le gusta jugar. Y juega a enfadarse con las peticiones del fotógrafo. Una foto en el despacho. Otra en el claustro. Una más en el mirador. Protesta socarronamente, pero finalmente sube las escaleras hacia el balcón desde donde se divisa la mitad sur de Córdoba.
-¿El hombre tiene la capacidad de eligir ser quién es?
-Tiene algo más que capacidad: tiene obligación. De preguntarse: «¿Quién soy?».
-¿El hombre puede modelarse?
-Yo en los genes creo relativamente. Creo mucho en el entorno. Que nos vamos haciendo. Incluso algunos deshaciendo. Tiene la obligación de buscarse, de ser auténtico, de ser él. El libro es el mejor bastón. Por cierto, que el bastón ya lo necesito de verdad, porque soy un anciano. Pero he envejecido con cierta soltura. [¡Diga que sí, joder: es lo menos que puede hacer después de llevar media hora hablando!]
-Sabe usted que sí. Aunque no sabemos su edad de nacimiento, que se ha mantenido siempre tan enigmática.
-Está bien que sea enigmática. Para mí ha llegado a serlo también.
-¿Cuál es el elemento constitutivo del ser humano: la razón o la emoción?
-Lo característico del hombre es la razón. Pero la razón sola se perdería. La razón también necesita un bastón, que es la emoción. Y si no se lleva bien el bastón te puede hacer caer. La emoción nos puede hacer caer con frecuencia. La razón y la emoción deben ir conjugadas. Un hombre gélido como una Kelvinator para mí no es un ser humano. El hombre libre es sereno, pero puede emocionarse hasta el llanto. La semana pasada estuve en un sitio donde me eché a llorar a chorros: en la cárcel de Herrera de la Mancha.
-¿Los hombres, más que las mujeres, tienen amputadas las emociones?
-No. Salvo que le hayan amputado la Divina Pastora. Lo que sucede es que el hombre la expresa menos, porque se siente así más fuerte. La mejor mitad de la humanidad es la mitad femenina. Mis protagonistas son todas mujeres. Las quiero de verdad. Son el verdadero sostén, porque es lo que está debajo de lo que asoma.
-Usted ha escrito que «la plaga de nuestro tiempo es la incomunicación». ¿Eso es posible en un mundo con tanto artilugio para comunicarse?
-Eso lo que nos distancia. Antes nos mirábamos a los ojos. Y ahora, si me pongo a escribir a un chico al que se le ha muerto su madre, no lo puedo mirar, ni recibe el pulso de mi letra. Mi letra asquerosa, que le costará más trabajo leerla. Pero quizás, por ello, se dé cuenta de que me ha costado más trabajo escribirla. Y reciba el pésame con naturalidad. No sé si ya no pertenezco a esta época. Yo soy más aristotélico que usted.
-¿Qué pecado es imperdonable?
-Esto de los pecados es extraordinariamente personal. Cada uno tiene su pecado imperdonable y él lo sabe. No hay pecado que no tenga perdón.
-¿Qué es más útil para vivir: la memoria o el olvido?
-En mi caso, yo no puedo decir nada más que de una manera tajante: la memoria. El olvido siempre es una manera de perdonar fingida, o un descuido, o una manera de borrar determinadas oscuridades de nuestra vida. No hay que olvidar. El recuerdo es lo más importante.
-¿A veces la memoria no es una maleta demasiado pesada?
-Sí. Y habrá que llevarla entre tres. Como decía Forsyth: «La cruz del matrimonio es tan pesada que muchas veces hay que llevarla entre tres». -¿Por qué desconfía usted de los políticos?
-Es éste un momento de mediocridad tremendo. El otro día tuve una entrevista con el Príncipe larguísima y empecé diciendo: «Me parece que me voy a ir de España». Ahora que le ha salido a esta Fundación una hermanita pequeña en Portugal, siento la tentación de irme a ver crecer a esa niña recién nacida.
-Usted ya vive de alguna manera exiliado en Alhaurín el Grande.
-Realmente. Estoy allí seis meses. En Madrid soy muy andaluz. Vivo en la calle Macarena, esquina Triana. Pero los inviernos y los veranos los paso trabajando en Alhaurín.
-Por cierto: ¿qué es para usted ser andaluz?
-El andaluz lo pronunciaría con una coma. Como un imperativo: ¡anda! ¡luz! Porque el andaluz ha estado llevando su luz por todas partes.
-¿Los andaluces tienen una singularidad?
-Sí. El verdadero y último sentido del humor, traducido en sentido del amor. Esa especie de indiferencia por las cosas que no son verdaderamente trascendentales.
-¿El sarcasmo ha sido un arma de defensa vital?
-La ironía es fundamental. Es una manera educada de decirle a una persona todo lo que piensas de ella sin necesidad de que se ofenda.
-¿Qué se dejará usted en el tintero de la vida?
-Me dejaré lo que la vida no me deje decir. Pero estaré hasta el final. Hasta que me funcione la cabeza.

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