Adiós, señor Rector, adiós
Lunes, 14-09-09
DECÍA el sargento chusquero en su «clase magistral» a las milicias universitarias: «La bala cuando sale del arma inicia una parábola y, al igual que la naranja se cae del naranjo, va a la tierra por la fuerza de su propio peso».
Es la fuerza de vivir la que nos lleva un día a desprendernos de nuestras instituciones, el peso de los años describen la parábola que nos conduce al «apartheid» que los legislativos han impuesto.
Aunque en este septiembre se cumplen tres años de mi jubilación, el contrato que se me hizo como catedrático emérito ha prolongado mi caída del naranjero hasta este mes de 2009. Y, aunque este último curso no he percibido salario, yo no he dejado de cumplir con las obligaciones convenidas. Pertenezco a una estirpe en la que los contratos no necesitan de notario, ni de dinero, es la palabra dada la que obliga y yo he sido consecuente con mi casta y mi abolengo.
En nuestra profesión universitaria la ganancia no camina por la misma senda que la función. La menor ganancia ahuyentará a los caracteres de débil determinación. Porque una Universidad, según Fernando de los Ríos, es un ethos, una conducta, una inspiración, una manera de situarse colectiva e individualmente ante la vida.
Y para poder darle esqueleto que sustente esa soberbia ambición deberá componerse con personas sin prejuicios sociales de clase, porque la transmisión del saber no reconoce clases; sin prejuicios de época, porque están llamados para hacer la historia; sin temor servil, porque la verdad fortalece; sin egoísmos de grupo ni intereses materiales, porque su gloria y su personal provecho sólo se logran con un auténtico servicio social. Botella Llusiá ratificó que lo peor de nuestra institución son las personas que buscaron en ella la fama, el dinero o el poder. Y en esto, señor Rector, radicó mi compromiso.
El dejar definitivamente mi conexión administrativa con la Universidad no implica que, aunque se haya extinguido el contrato, mi deuda con la sociedad se haya cancelado. Ya escribí en alguna ocasión que era incomprensible que, en España, los universitarios que cursaron sus estudios sin cubrir los gastos que causaban sus carreras no devolvieran al licenciarse, en solidaridad con los que no tuvieron esa oportunidad, parte de lo que costó su formación y sólo utilizaran el título para provecho propio. Con esta misma razón rubrico las palabras del doctor Jiménez Murillo: «Un Emérito no se jubila nunca».
Con sorna comentamos que en la Universidad hay mucha cultura porque los estudiantes que ingresan se dejan la que traen y al egresar no se llevan ninguna. Y quizás de esta jocosa menudencia quepa esta gran reflexión: ¿Los profesores, aparte de impartir una cultura profesional de consumo, aportan a la sociedad todo el caudal que la institución puso a su alcance?. Porque en el proceso docente se crea un mecanismo de feedback donde el profesor enseña al alumno y viceversa. Nosotros hemos de devolver todo lo que hemos adquirido y aprendido de esa experiencia.
En el Estatuto de autonomía se sentencia el derecho de las personas a una educación permanente y de calidad que permita la realización personal y social de cada individuo. Con ello implícito queda el deber a los que hemos tenido acceso a una mayor formación a seguir educando. Y aunque para ello físicamente no existan paraninfos suntuosos, somos nosotros los que hemos de aproximarnos con los medios que nos alcancen, pues los derechos humanos, según Eleanor Roosevelt, residen en pequeños lugares cercanos al hogar, tan pequeños y tan cercanos que no se les ve en mapa alguno del mundo.
Y es ahí donde ahora se centra el deber, y espero tener facultades y tiempo para comunicar todo lo que aprendí del ser humano y su entorno durante tantos años, dentro y fuera de nuestros claustros, más allá del mero compromiso profesional, del engreimiento científico, de dogmatismos, adoctrinamientos o auto complacencias; más allá de desaforadas rebeldías o vanidades de nuestra humana condición.
Me marcho de la Universidad cuando la Facultad de Medicina que inauguré siendo decano ya necesita ser apuntalada, y cuando los planes de estudios, en cuya elaboración participé, ya son obsoletos por la incorporación al Espacio Europeo de Enseñanza Superior. Y aunque el inicio de toda aventura ya despierta una inusitada esperanza de progreso, al tiempo en otros renace el temor al involucionismo, a la pérdida de identidad, de los logros obtenidos.
La Universidad de Córdoba no sufrirá ninguna metamorfosis; no tiene nada que temer. Los programas no son buenos ni malos; lo que los califica es la forma de llevarlos a cabo. Y aquí hay mimbres para el éxito, pues al final quedará en lo de siempre: Sócrates y Platón y su Eros pedagógico.
Adiós Rector, adiós. Me voy satisfecho y comprometido con mi título de emérito. Ya no nos encontraremos en los claustros, ni en las juntas de gobierno, de facultad o departamento; pero seguiremos en contacto desde el espacio virtual, desde el espacio impregnado en negro sobre blanco, en el mensaje desde el alminar, desde los foros con ágape de la ciudad. Y también iré a buscar mi guitarra bohemia, que la abandoné para venirme a esta Universidad, y me podrá encontrar en cualquier esquina cantando a la vida o gimiendo por la injusticia o el dolor de la humanidad.
Ruego que al paso me deposite una propina. Gracias.
Catedrático
emérito UCO

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