Sábado , 23-01-10
EN la sociedad de la impaciencia era previsible que las mesiánicas expectativas despertadas por Obama deflactasen al contacto con la realidad del poder, que tiene una lógica y un tempo diferente al de las volátiles ilusiones de la opinión pública. Para mantenerse a la altura de la esperanza hipertrofiada que agitó en la campaña habría tenido que ser un verdadero demiurgo; ni siquiera JFK logró en el primer año remontar el vuelo de sus balbuceos de principiante. Y eso que Kennedy vivía y gobernaba con el turbo puesto: mandaba invadir Bahía de Cochinos mientras se metía con Marilyn en la bañera de espuma y saltaba de la piel de Angie Dickinson al puente aéreo sobre el muro de Berlín. Ese vértigo de por sí asombroso resultaba tanto más trepidante en cuanto que iba a contramano de un ritmo social mucho más pausado; en cambio, Obama parece marchar a cámara lenta porque actúa bajo las urgencias de un mundo acostumbrado a las respuestas inmediatas como quien aprieta un interruptor.
En este primer cuarto de mandato mucha gente se ha decepcionado al descubrir que el anhelado superhombre carecía de propiedades mágicas, y ese desencanto irracional ha superado a la evidencia de que Obama es simplemente un político bastante mejor que los demás. Tiene un discurso sólido, un carisma magnético y esa clase de liderazgo innato que le hace destacar en cualquier paisaje. Lo que sucede es que después del éxtasis quimérico y milagrero que proyectó su ascenso y envolvió su llegada, los que esperaban que caminase sobre las aguas sienten cierta quisquillosa frustración al verlo enredarse en problemas tan insignificantes como el terrorismo islamista o la mayor recesión en noventa años.
A un personaje así, poliédrico y seductor, todo el mundo lo quiere asimilar a sus propios prejuicios, lo que suele desembocar en un general sentimiento de desengaño. Ésta es la hora en que los conservadores recelan de su abstracción buenista y los progres abominan de su conversión pragmática. El tipo desde luego es un funámbulo de primera, un artista de los juegos malabares capaz de recoger el -inmerecido- Nobel de la Paz con un discurso de justificación de la guerra. Su problema no va a ser conceptual sino práctico: pasado el período de pruebas empieza a necesitar algún éxito claro.
Entrar por primera vez en el Despacho Oval debe de ser como sentarse sin experiencia en la cabina de un Jumbo; si tocas el botón equivocado aquello sube y baja entre el pánico del pasaje. Por ahora Obama no se ha liado con los mandos; sólo tarda en alcanzar la velocidad de crucero. Al menos en eso ya sale beneficiado frente a cualquier comparación contemporánea: no ha jugado al adanismo frívolo como ZP ni se ha emborrachado de gloria como Sarko. Ha preferido pasarse de prudente que de osado. Quienes soñaban un fenómeno planetario van a tener que esperar al cometa Halley.

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