Martes, 23-06-09
EN un artículo publicado en el «Pariser Tageszeitung» en enero de 1939, Joseph Roth sostenía que una sociedad civilizada puede sobreponerse a la barbarie pero se encuentra inerme, en cambio, frente a la podredumbre de la indiferencia. El escritor austriaco -un personaje extraordinario y tan radicalmente europeo que murió junto a Europa al cabo de pocos meses- le buscó las cosquillas a un suceso que generó cierto optimismo en la comunidad judía puesto que la esperanza es libre, igual que el miedo. Por otra parte, pocos podían sospechar aún que la Shoah («el tenebroso vendaval de la matanza», en la abrumadora literalidad del termino) acabaría por derrumbar todos aquellos diques que represaban el horror y la vergüenza. Joseph Roth -lucidísimo- no sólo predijo la tragedia sino que hizo responsables tanto a los criminales como a los que decidieron inhibirse, ya fuera por egoísmo, ya por miedo.
Estábamos, pues, en que el inmenso autor de «Job» y «La marcha Radetzky» dedicó un comentario en el «Pariser Tageszeitung» (órgano de los intelectuales del exilio hasta que los «panzers» abolieron las fronteras) a ponderar el gesto Erich Kleibel, un director de orquesta que se negó a actuar en la «Scala» de Milán para manifestar su oposición a las leyes raciales del Duce y los camisas negras. «Algo que hace diez años habría sido natural, hay que considerarlo ahora un rasgo de nobleza», se queja Joseph Roth, sabio y escéptico, antes de hundir la pluma en el meollo del problema. «Si el humanitarismo -escribe- se ha convertido en una manifestación bizarra, resulta inobjetable que la inhumanidad es lo corriente». Para, acto seguido, finiquitar el texto con una de esas sentencias que -por higiene mental- tendríamos que copiar mil veces: «Un único hombre al que le importe un bledo que peguen a un judío es más nocivo que los diez que le apalean. Al judío, al gitano, al pelirrojo, al de los ojos verdes. De ahí que, comparada con la «neutralidad» de algunos, la bestialidad sea casi llevadera. El enemigo común, en resumidas cuentas, es el indiferente».
Claro que el País Vasco no es el Reich -aunque a muchos les gustaría que lo fuera-, pero también es obvio que el diagnóstico de Roth le sienta igual que un traje a la medida (a la medida valenciana, puestos a repartir juego) a un pueblo que, en líneas generales, prefiere darse mus, llamarse andada y si te he visto no me acuerdo. Porque la sangre, quieras que no, es un engorro siempre y el reconcomio suele dejar mal cuerpo. Triste comunidad aquella en la que sepultar a un policía asesinado sin ahorrar en decoro ni en decencia se transforma en noticia de primera plana porque lo excepcional contraviene la regla. Desdichados los líderes que, tal que Patxi López, hacen de la necesidad virtud y virtuosa compasión de la yerma estrategia. «Eduardo Puelles -ha pregonado el lendakari con tanta convicción que cualquier duda ofende- era uno de los nuestros». ¿Y quiénes son los suyos, si no le sirve de molestia? O, haciendo tabla rasa de pensares y nacencias, ¿también somos nosotros de los nuestros?
Que Dios le conceda al señor López el no tener que conjugar, en adelante, el nefasto pretérito imperfecto excepto con los hijos de la hedionda ralea. Que en un lugar de tejer discursos en pasado, se las componga tirando del presente. Mengano es. Zutano es. Perengano es. Y, a la viceversa: los etarras eran. Y los que les jalean eran. Y los que les sostienen eran. Y acuérdese de Roth -por pedir que no quede-: los indiferentes eran.

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