... Para el Estado español, de Cataluña y el País Vasco han venido en los últimos tiempos más penas que alegrías, más problemas que ventajas, pese a que ese mismo Estado ha sido generoso con ambas que con las demás autonomías, no importa lo que sigan los nacionalistas. Otra cosa es que el avance real de las mismas se haya reducido respecto al resto...
Jueves, 19-02-09
La frase que más me ha impresionado en lo que llevamos de democracia, y miren ustedes que se han dicho cosas, fue la pronunciada, hace ya años, por el hispanista norteamericano Stanley G. Paine: «Posiblemente, España estaría mejor sin Cataluña y el País Vasco. Pero es imposible.» Tras el recobrarme del susto, vengo rumiándola desde entonces y acercándome cada vez más a la conclusión de que no se trata de una «boutade», inimaginable en un historiador tan serio como Payne, sino de una reflexión en voz alta, basada en hechos objetivos, que sólo podía hacer alguien de fuera, pero que nos conozca tanto como nos aprecie, condiciones que se dan sobradamente en el profesor de la Universidad de Wisconsin Madison.
En efecto, País Vasco y Cataluña han sido a lo largo de los dos últimos siglos origen de toda clase de conflictos y tensiones para el conjunto del Estado español. Las guerras carlistas fueron el contrapunto sangriento durante todo el siglo XIX. En el XX, lo fueron la Semana Trágica barcelonesa, la declaración del «Estado Catalán» al proclamarse la II República, el levantamiento de la Generalitat contra ésta en agosto de 1934, el largo reguero de sangre dejado por ETA, que no se interrumpió con la llegada de la democracia, y la reivindicación permanente de ambos nacionalismos, eternos insatisfechos, que erosionan en lo que pueden el sistema constitucional español en sus respectivos territorios y marcan la pauta a seguir por el del resto de las comunidades. Sí; para el Estado español, de Cataluña y el País Vasco han venido en los últimos tiempos más penas que alegrías, más problemas que ventajas, pese a que ese mismo Estado ha sido más generoso con ambas que con las demás autonomías, no importa lo que digan sus nacionalistas. Otra cosa es que el avance real de las mismas se haya reducido respecto al resto. Pero eso tiene más que ver con la prioridad que han dado sus líderes a promover su proyecto nacionalista que a promover su riqueza real. Aunque, naturalmente, le echarán la culpa a España, cuando España no recibe desde allí más que reclamaciones, disgustos, quejas y agravios.
Y, sin embargo, como dice Payne, su separación es imposible. Y es imposible no por razones históricas, que las hay, y grandes -España no es Yugoslavia-, sino por razones éticas. Desprendiéndose de Cataluña y el País Vasco, España quedaría enormemente aligerada. Pero eso sería tanto como traicionar a los muchos catalanes y vascos que se sienten también españoles, abandonarles en manos de los nacionalistas, entre los que se impondrían los más radicales, que procederían como primera precaución a una limpieza cultural, si no étnica, como ha ocurrido en tantos lugares. Si es que no estallaba allí una guerra civil proclive a desparramarse fuera de sus fronteras, pues el nacionalismo, pese a su nombre entrañable, lleva en sí un germen expansionista, como estos dos confiesan abiertamente, con ambiciones territoriales, que las comunidades vecinas no se dejarían arrebatar impunemente. Algo que no podemos permitir, por más inconvenientes y problemas que desde allí nos lleguen. Aparte de que ceder ante el chantaje, nunca ha dado buenos resultados. El chantajista siempre quiere más.
Pero tal vez haya llegado el día en que convenga confrontar a vascos y catalanes con su verdadero destino, en vez de permitirles seguir dejándose arrastrar por los cantos de sirena nacionalistas, mientras se benefician de la reivindicación permanente que estos plantean y el Estado español acepta. Unos y otros deben saber que las extraordinarias ventajas de que gozan -sobre todo los vascos, y reclamadas por los catalanes-, les obligan, como mínimo, a reconocer el ordenamiento constitucional que se las concede. Tienen también que admitir que sus autonomías han alcanzado el máximo techo razonable, y que si se empeñan en continuar su marcha hacia un Estado -la nación hace ya tiempo que la han dejado atrás, con la aquiescencia de un gobierno central no sabemos si ignorante o pusilánime-, tendrán que asumir las cargas y responsabilidades de éste. Entre ellas, la de garantizar su unidad interna y los derechos de todos sus habitantes, cosa que no están haciendo hoy y que, en ese futuro hipotético, sería mucho más problemática que ahora. ¿O es que creen que los mossos d´escuadra y los ertzainas se bastan para mantener en sus territorios la paz ciudadana, que ya les cuesta mantener con las fuerzas de orden público españolas? Sin olvidar los deberes que conlleva la defensa nacional y la representación exterior, muy bonita cuando se trata de París, Nueva York o Londres, pero muy pesada cuando se trata de Kabul, Mogadiscio o de las misiones de paz en zonas conflictivas...
Por no hablar ya de su nivel de vida, que depende en buena parte del mercado español. Pero su rechazo abierto, decidido, en muchos casos ofensivo y despectivo hacia lo español, como suelen mostrar ambos nacionalismos como señas de identidad, iba a traducirse en un rechazo de lo catalán y de lo vasco por parte del resto de los españoles, con repercusiones comerciales de toda índole, que se traducirían en industriales, pues el inversor extranjero no piensa en el mercado catalán o vasco. Piensa en el mercado español, donde esos productos tendrían más dificultades que los llegados de otros países.
Pero los nacionalistas piensan que es posible vivir en los dos mundos y gozar de las ventajas de ambos, con sus reivindicaciones, falsificaciones y victimismos, que constituyen la esencia de su programa político. Ramiro de Maeztu, que los conocía muy bien, por vasco, por español y por cosmopolita, ya advirtió hace casi un siglo que el objetivo de los nacionalistas catalanes y vascos no era crear naciones alternativas a la española. Ese era sólo el señuelo. Lo que buscaban era la «colonización de la subdesarrollada Meseta», entendiendo por tal el resto de España. Y ese sigue siendo el objetivo del Plan Ibarretxe y de Carod, de «la libre asociación» y del «Estado asimético».
Pero la Meseta ya no es tan subdesarrollada como hace un siglo. Y aligerada del peso que le traen ambos nacionalismos, podría desplegar con mayor empuje. Aunque, como dice Payne, la separación es imposible. Y es imposible no ya por todas las razones expuestas, a fin de cuentas, coyunturales, sino por otra fundamental, definitiva: que si creemos de verdad en la «España plural» que todos hemos asumido, pero que los nacionalistas sólo parecen creer en lo que les conviene, los catalanes y los vascos son tan españoles como los castellanos, los andaluces, los aragoneses o los extremeños. Porque no se puede separar la parte del todo sin causar grave daño a ambos, especialmente a la parte, por mucho que se venda como beneficio que, en el mejor de los casos, beneficiaría sólo a los pocos que viven de ello, no al conjunto de ciudadanos.
Pero es necesario hacérselo ver a estos. Como discuten los hermanos los asuntos cruciales para ellos: sin amenazas ni mentiras, sin cólera ni encubrimientos. Porque aquí, los únicos que mienten y amenazan, se encolerizan y encubren son los nacionalistas.

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