Un
hombre a la espera
IGNACIO CAMACHO/
Fueron
diez minutos densos, congelados, eternos, un lapso de silencio y tiempo
en el que el peso de la Historia se dejó caer como un telón
invisible. Estaba el Príncipe de pie en el crucero de la Almudena,
solo bajo la bóveda de la catedral y, afuera, una cortina de
agua impedía a Doña Letizia cruzar la alfombra roja tendida
sobre la Plaza de Armas. Los Reyes, en su sitio junto al altar mayor,
permanecían nerviosos con los ojos clavados en el heredero. Acababan
de dar las once de la mañana, y Don Felipe era en ese momento
un hombre a la espera de una doble cita crucial con la mujer de su vida
y con el tránsito de su destino histórico.
Nada
ni nadie se movió en ese intenso intervalo en el que el Príncipe
permaneció de pie bajo un silencio espeso, expectante y cargado.
La tormenta arreciaba en el cielo de la Corte y la novia se hacía
esperar como todas las novias del mundo. Durante diez minutos largos,
la escena inmóvil fue el reflejo simbólico de un largo
proceso nacional que desembocaba en la ceremonia nupcial a través
de los complejos meandros de la Historia de España. La restauración
de la Monarquía tras la larga noche de piedra, el encaje del
entramado constitucional, el amarre de la estructura política
del Estado en una proyección de futuro, todo eso confluía
sobre la figura uniformada del joven hombre alto que aguardaba bajo
la cúpula del templo engalanado. En esos casi veinte minutos
de tiempo detenido, cuando apenas nada rompía la seriedad de
una escenografía encajada en un mapa de protocolos y rigores,
cada segundo fue un latido solemne que marcaba el pulso colectivo de
una nación atenta, concentrada, suspensa.
Entonces
el Rolls negro se detuvo en el atrio con un suave susurro, y bajo la
marquesina empapada descendió la novia vestida de princesa medieval
con un ramo en la mano. La gente vitoreó a lo lejos en la plaza,
sonó una pieza de Haendel en la catedral, el Príncipe
aflojó los hombros y dibujó una sonrisa y un guiño
cómplice. Ella se acercó muy despacio por la nave central,
y al reunirse se dieron un beso y él le quitó las flores
para dejarlas en el reclinatorio. La Historia arrancó de nuevo
con su imparable motor sincronizado por un mecanismo oculto bajo la
capa de los siglos.