Después del trago amargo que representa la respuesta electoral de la sociedad andaluza, donde el miedo a lo desconocido ha primado sobre el pánico a la conocido, creciente, pero todavía insuficiente, a Mariano Rajoy le quedan aún dos estaciones, quizá de penitencia, para cerrar una semana de pasión adelantada en el tiempo como un reloj de primavera. La huelga general del jueves y la elaboración de unos presupuestos generales con los que el Gobierno del PP se examina en Bruselas ponen a prueba a un Rajoy cuya capacidad de maniobra no ha tardado en ser cuestionada por quienes también aprovechan dos empates, cosas del fútbol, para dudar de la solvencia del Real Madrid. Cinco a uno en el Bernabéu.
Lejos de detenerse, el programa de reformas emprendido por el Ejecutivo popular, aún más amargo que una victoria insuficiente en la finca andaluza, especialidad en rastrojos, cobra un nuevo impulso por la necesidad de meter en cintura fiscal a una comunidad que en manos del PSOE e Izquierda Unida corre el riesgo de desbaratar las cuentas de toda España. Los presupuestos del viernes, estreno inminente, han de ser la respuesta firme y anticipada del Gobierno a una situación que, pese a ser la apuesta soberana de la sociedad andaluza, cautiva del mal, no puede convertirse en una amenaza para el resto el país. La Andalucía del déficit, garantizada otros cuatro años por la debilidad de un PSOE incapaz de gobernar y de pasar página sobre sus propios errores, ahora realimentados por IU, exige tolerancia cero por parte del Gobierno. Y no por revancha electoral, sino por el bien común de España.
Lo de la huelga general del jueves es más de lo mismo: un intento, quizá precipitado, lo que expresa la desesperación sindical, por retrasar lo inevitable y detener un plan reformista que de manera civilizada y resignada ha apoyado el grueso de la sociedad española. En uno y otro caso, lo que aparece es una simulación -escénica, inviable- de un pasado irrepetible y, por sus consecuencias, indeseable. La Andalucía del gasto y la España de los sindicatos de clase son dos fenómenos, paralelos, primos hermanos, cuya presencia en la España de 2011, todo sirve para algo, ha de ser aprovechada para recordar aquel pasado que los votantes quisieron dejar atrás en noviembre. Fuera de Andalucía, el miedo a lo conocido sí funciona.
*Jesús Lillo es redactor de Opinión del periódico ABC.



