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El Título de Montero

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Día 31/12/2011

Que un cazador cobre su primera pieza de caza mayor es un acontecimiento siempre memorable entre los monteros. Al conocerse en la junta de la tarde que alguien es «novio» se organiza un tribunal bufo con su juez, su fiscal y su abogado defensor para juzgar su conducta. Tradicionalmente, el aparejo de una caballería servía de mesa de la justicia. Y, a veces, se complicaba en el lío a la Iglesia. Tal es el caso del noviazgo del conde de Teba en El Risquillo, en cuya fotografía puede observarse cómo muchos perreros llevan mitras episcopales hechas con periódicos viejos.

Como pasos previos al juicio, al neófito se le trasquilaba, se le embadurnaba con sangre de las res muerta y se le hacían toda clase de perrerías mientras los podenqueros soltaban sus trabucazos cargando hasta la boca. El final siempre era, por supuesto, la condena, que solía concretarse en vino, dulces y, desde luego, una propina tan sustanciosa como dieran de sí los posibles del novio o, en su defecto, de su padre o padrino. Era lo más esperado siempre por guardas y perreros.

Las bromas, a veces muy pesadas, gastadas en estas juergas siempre han hecho que muchos novatos hayan querido zafarse de los avatares de la celebración. Se cuenta que Rafael Guerra, «Guerrita», tan valiente ante los toros, cuando fueron a hacerlo novio en La Tejera, la finca de los Escobar en Villaviciosa, se perdió. Por fin, tras mucho buscar, los perreros lo encontraron en el huerto de la casa, subido a un naranjo. Lo que nunca quedó claro es si el intento de fuga fue motivado por su miedo a aparecer trasquilado en la plaza o, más probablemente, por evitar la propina, ya que El Guerra era bastante cuidadoso con su dinero.

Para acreditar en el futuro su condición, los novios tenían derecho a un documento, el Título de Montero, avalado por los testigos. Y los que se conservan son una estimable fuente para la pequeña historia de los viejos tiempos. Por ejemplo, en los títulos del siglo XIX, de manchas de Almodóvar y Hornachuelos, son frecuentes los casos en que los novios han matado corzos, especie hoy absolutamente desaparecida de nuestras sierras. Otra curiosidad es cómo se concede la calidad de montero por abatir una cierva, cosa que hoy se tiene en menos sin ninguna razón que lo justifique. Otra peculiaridad de los añejos títulos es el uso de la palabra monteador, hoy en desuso.

Los documentos suelen estar decorados por dibujos que van de lo naïf hasta obras de artistas profesionales. Los textos son tan variados como las ilustraciones, ya que siempre dependen del humor del que escribe. Muy sencillo es, por ejemplo, el de un importante ganadero cordobés: Por cuanto D. Indalecio García Mateo dio muerte a una javalina (sic) en el coto Los Villares le expedimos el presente título de monteador. Córdoba, 14 de Abril de 1912.

Sin embargo, el título del noble cordobés don José Cabrera y Bernuy, expedido en Moratalla en 1849 está escrito con humor en una prosa muy barroca. El redactor, Don Bartolo Giménez, se autoproclama Conde del Peco y La Atalaya, Marqués de Castripicón, de Las Tejoneras y Cerro del Castaño, señor del Toril, Peorra y Ballón, condecorado con el Cerro de las Cruces y otras muchas de distinción en campañas de montería &ª, &ª, &ª.Estos condados y marquesados, impostados con humor, no son sino otros tantos topónimos de manchas de caza mayor de la zona.

En fin, un aspecto más de las costumbres de la montería que se pierden en la memoria de los tiempos.

www.aguayoestudio.com

POR MARIANO

AGUAYO

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