Algunos, para referirse a la beatificación de Juan Pablo II, han acuñado el término irónico de «turbobeatificación». Aducen que los seis años transcurridos desde su muerte no son suficientes para ponderar un papado tan extenso y prolífico en acontecimientos como el suyo; y, ciertamente, la perspectiva de seis años no basta para «digerir» el ingente magisterio de Juan Pablo II, ni tampoco para enjuiciar la influencia que su pontificado ejercerá sobre el futuro de la Iglesia.
No sabemos, ciertamente, si dentro de cinco o diez siglos Juan Pablo II será recordado como hoy lo es San Gregorio Magno; pero sabemos —aquí y ahora— que su vida entera fue un viaje hacia la intimidad con Cristo, una epopeya en pos de las raíces de la fe, una rebelión contra el miedo y la complacencia que agarrotan a muchos católicos. Y sabemos —¡vaya si lo sabemos!— que en ese viaje en el que calcinó hasta la última reserva de sus fuerzas físicas nos tomó de la mano, mostrándonos que la misión primordial de un cristiano consiste en identificarse con Cristo, entrañándose en su misterio, abrazando la débil y renqueante naturaleza humana, que es la que Cristo eligió para hacerse presente entre nosotros. Esta imitación de Cristo es el distintivo de la santidad: es la vocación a la que todos los seguidores de Cristo estamos llamados; y la que la Iglesia, en los casos más heroicos, premia con la proclamación canónica de beatitud o santidad.
Sin esta identificación plena con Cristo podremos ser seguidores más o menos escrupulosos de unos ritos o liturgias, u observantes más o menos rigurosos de unos preceptos morales, pero nunca cristianos en el estricto y más puro sentido de la palabra. Juan Pablo II, al convertir su vida en una lección viviente de teología, con sucesivas estaciones en el calvario de la persecución, la enfermedad y el rechazo del mundo, nos hizo más comprensible el misterio de la Encarnación.
A través de una abnegada catequesis del sufrimiento, a través de una pasión apostólica que fue poco a poco minando su salud, a través de una nueva mística de la oración, a través de una renovada exaltación de los sacramentos, Juan Pablo II nos enseñó que nuestro frágil barro puede tener la dureza del diamante cuando lo impulsa y alienta la búsqueda indesmayable de Cristo.
En algún pasaje de Ortodoxia, Chesterton afirma que mucho más asombroso que curar a un enfermo es convertir a alguien en un hombre nuevo. Cuando Jesús consigue que unos burdos y mezquinos pescadores abandonen sus barcas y lo sigan, está obrando un milagro mucho más difícil que borrar las llagas del cuerpo de un leproso o devolver la vista a un ciego.
Somos muchos los que, estando alejados de la Iglesia o viviendo nuestra fe de un modo cansino y remolón, descubrimos en Juan Pablo II una corriente de atracción irresistible que no nacía de la mera simpatía. Juan Pablo II despertó en nosotros la nostalgia de una vida plenamente cristiana, en medio de un mundo que nos empujaba a la búsqueda de una felicidad hedonista y utilitaria.
Y así nos convirtió en hombres nuevos, hombres que vuelven el rostro a Dios y que lo contemplan en el rostro de cada hombre que sufre. Este es el legado de santidad de Juan Pablo II. Quien lo probó lo sabe.