Vida de entrega a los demás. Muy pocos están hechos de su pasta.
-Es que es lo que a mí me llena. Con quince años ya sentía la llamada religiosa y también quería formarme como enfermera, para ser misionera, pero además, a raíz de una visita al sanatorio de Fontilles, surgió lo que yo llamo mi tercera vocación: la de dedicarme a los enfermos de lepra. Porque son muy especiales.
-¿En qué?
-En la gratitud. Se encariñan hasta tal punto de quienes les atienden, que les cuesta mucho alejarse. De hecho, en Fontilles hay personas ya curadas que han preferido quedarse en el centro.
-Ahí se sentirán más protegidos, quizá por el estigma de este mal.
-Se va superando, afortunadamente. La lepra es muy poco contagiosa y, además, hoy en día, si se diagnostica a tiempo, se cura antes de ocasionar incapacidades o deformidades visibles. La gente está mejor informada y ya no siente la prevención de antes. En nuestro centro hay habitaciones para los familiares de enfermos que vienen a verlos, y las ocupan sin ninguna aprensión. Y desde hace más de medio siglo una peña de los Moros y Cristianos de Alcoy hace visitas muy frecuentes al sanatorio. En esas ocasiones, todos, los internos y los que vienen de fuera, comen juntos, sin plantearse qué cubiertos o vasos usan. ¡Es algo que ha contribuido a derribar muchas barreras de incomprensión!
-Cuando usted empezó en esta tarea sí habría aún pavor al contagio. ¿Tuvo algún recelo?
-Ni me lo planteé. No lo he tenido jamás, pese a que ahora se sabe mucho más sobre la enfermedad que cuando yo empecé en 1975, pues la medicación eficaz se empezó a administrar a partir de1981. Para mí, este trabajo es y ha sido siempre un privilegio, tanto en España como en los años que he pasado en la India. Allí los enfermos venían a nuestro hospital desde muy lejos y se sentían infinitamente agradecidos al comprobar cómo las hermanas españolas ni sentían asco ante sus heridas ni temor alguno a contraer el mal. Y de hecho, ninguna se ha contagiado nunca, que yo sepa.
-Todavía hay un goteo de una veintena de nuevos casos de lepra al año en España. ¿Asociados al hacinamiento y la pobreza, como ocurre en el Tercer Mundo?
-Habitualmente, pero no siempre. En España se puede considerar la enfermedad como erradicada, pero existen unos pequeños focos endémicos en Levante, Galicia y Andalucía, además de casos derivados de la inmigración. Cuando yo ingresé en Fontilles había más de trescientos pacientes, y ahora son solo 48, aunque tenemos también otros 99 ambulatorios. No siempre son gente marginal. Recuerdo que hace años tuvimos interna a una señora canaria de buena posición social, Doña Carmen, que se sintió cómoda e integrada.
-Quien sea diagnosticado de esta enfermedad en el Occidente desarrollado y en pleno siglo XXI debe de quedarse estupefacto. ¿Y horrorizado?
-¡Antes era un poco como si te diagnosticaban un cáncer, porque no tenía curación! Eso sí, de lepra no se muere, aunque sí se puede morir si se infectan las heridas que causa... Por eso lo fundamental es el diagnóstico precoz, al que no se llega a través de un análisis de sangre, sino del moco y haciendo un rascado de la piel.
-Alguien me dijo: «Cuando todos se van, junto a los más pobres y abandonados de la Tierra solo queda la Iglesia».
-Cierto. Siempre ha sido así. En el caso de la lepra, podemos remontarnos al ejemplo del padre Damián de Veuster, en el siglo XIX, y a otros anteriores. Los que creemos, hallamos en el Evangelio el camino para amar a los enfermos y a los pobres. Pero también es cierto que dentro de una congregación religiosa como la mía no todas las personas comparten este tipo de vocación.
ANTONIO
ASTORGA
VIRGINIA
RÓDENAS


