ME levanto. Son las seis. Hace frío y ganas de llorar por este pobre imbécil que, a los sesenta años, tiene que seguir madrugando como un bobo para ganarse la vida. ¿Qué hago yo yendo a trabajar a estas horas? Lo que todo el mundo. O casi: los hay que ni les suena.
Martes y vísperas de algo a lo cual los funcionarios sindicales llaman huelga, ¡vaya broma estupenda!, ¡lástima que uno no esté a estas horas para dadaísmos! Y tenga poquísimas ganas de tragarse chorradas populistas que, en boca de éstos, suenan a calcadas de los solisesruices de camisa azul que soporté en mi infancia, cuando era yo aún más minúsculo que la señora Pajín en los años en que sus coleguillas de partido picaban en trozos «pequeñitos» a los secuestrados Lasa y Zabala, antes de rebozarlos en cal viva y hermetizar su secreta tumba con suntuosas paletadas de dinero robado en Interior. Me pone malo tener que perder mi ya poco tiempo, hablando de gente como ésta. El café está a punto de indigestárseme… Me acuerdo entonces. No sé dónde lo he leído. Da lo mismo: lo he leído. Neil Young saca disco. En este martes 28. Puede ya descargarse de la red. Y salvarle a uno de un día insufrible, uno más. Hay salvación. En la red. ¿En qué otro sitio?
Tengo la radio encendida, mientras el ordenador me busca un asidero para no naufragar en la madrugada. Decididamente, me estoy poniendo malo. Y, de pronto, él suena. Debe de tener mi edad. Año arriba, año abajo. Y, ¡Dios, Dios, sigue sonando como siempre! Porque la perfección no sabe de evoluciones. La perfección no es del tiempo. ¡Este milagro de un tipo al cual temí dar por muerto, o aún peor, hace cinco años! Un jodido aneurisma lo había dejado entonces medio tieso. ¿Quién volvería, después de eso, a ponerse sobre un escenario de rock and roll? Cualquiera que de verdad haya hecho rock and roll. Neil Young. Unos cuantos pocos más. Y basta.
Le noise, esto que el viejo Young saca ahora y que yo me descargo mientras el café se me va volviendo casi amigo, es todo Neil Young. Cada disco suyo lo ha sido. Luego, hay quienes de ese todo prefieren el Young acústico, o quienes, como yo, ven en la bárbara sobredosis eléctrica de Weld el momento más alto del rock and roll. Pero eso son minucias que el rudo vejestorio se tomaría a coña. Son lo mismo. Así lo teorizaba aquel manifiesto del rechazo del sentido que era el Rust never sleep de 1979, cuya apertura y cierre eran la misma canción convertida en otra: el más eléctrico Neil Young de Crazy Horse daba eco al más acústico Neil Young de guitarra campestre. «Pues que la herrumbre nunca duerme, mejor arder en una sola llamarada», susurraba o rugía: es lo mismo susurrar o rugir para un roquero. ¡Qué demonios! Lo mismo. Esto de ahora. Love and war, tan limpio como Harvest. Tan desgarrado como Cinnamon Girl, este Walk with me. Óxidos terminales de desgarrada belleza.
La radio ha seguido sonando. Pero yo no escucho ya las voces de gentes en cuya inepcia sólo hay repetición de frases grandilocuentes y exceso de esdrújulas. Pueden embutirse en donde les quepan sus rollos salvíficos, tan hueros como las nueces podridas. A mí, Neil Young me ha salvado el día. Y eso no me suele pasar ya con demasiada frecuencia.