Wikileaks nos espía

A lo largo de su carrera, un periodista escucha de todo. A veces —muy pocas— incluso la verdad. Aquellas declaraciones, por ejemplo, del general McChrystal por las que fue destituido como jefe militar en Afganistán me sonaron familiares: como la confesión a bocajarro de quien se siente atrapado entre el fuego en la tinchera y las frías —cínicas— consideraciones de la retaguardia política. Confesiones como las de McChrystal las ha escuchado cualquier periodista de mi generación: en las «trincheras» del avión del ministro, en el restaurante frente al Congreso o en el propio frente de guerra. Cualquier periodista de más de 50 años sabe que también él podría haberse cargado la carrera de varios McChrystal, de más de un personaje público que, para darle su visión de conjunto, le incluyó sus fobias, filias, alguna paranoia y varias maldades de sus compañeros de partido envueltas en golpes de ingenio y denuestos tabernarios. Por supuesto, a aquel periodista antediluviano nunca se le pasó por la cabeza contar todo aquello al día siguiente. Era su fuente y había que cuidarla. Todo se termina contando, claro, pero a su tiempo. La información cambia muy deprisa. Antes las noticias las suministraban las fuentes. Ahora vienen de WikiLeaks y compañía. Y lo que hace WikiLeaks está mucho más cerca del espionaje que del periodismo. Antes, las fuentes te explicaban su versión de la historia y te advertían de dónde podías poner en peligro la vida de personas. El informador sabía que podían intoxicarle... o no. Él se administraba. Ahora está inerme ante una información espiada, sin contextualizar. Aunque tal vez el origen de WikiLeaks esté en que venimos del otro extremo. Del abuso intoxicador de las fuentes, de la sumisión del periodismo al poder político. Y de la melancólica constatación de que hoy ningún periódico sería capaz de repetir otro Watergate.