Recién llegados a Curitiba. Nos recibe una niebla londinense. A veces Curitiba nos parece un antibrasil, al menos el antibrasil de nuestras imaginaciones. Esto parece una genialidad de la Federación o de Del Bosque. Venir a Brasil huyendo de Brasil. En el frío de este sur que es norte. Se ha ahorrado España el ventarrón de vida, color, desorden y candomblé que ofrece Salvador. Porque algo de mal de ojo y de fatalidad había en este partido. Lo último sería explicarlo con supersticiones, pero como se suele decir: hoy no estaba de Dios.
Una hora para llegar al estadio, o mejor, a un par de kilómetros del estadio. En el camino, las aficiones, los brasileños, vendedores de cerveza o evangelizadores de distintos credos. Y el ejército. Decenas, centenares de militares, con ese aspecto algo inquietante que tienen los uniformes de los ejércitos sudamericanos. Organizar un Mundial aquí es como empeñarse en montar un Woodstock en Corea del Norte. Se quejan los brasileños de la salud, la educación y las infraestructuras, y con razón. El atasco brasileño lo tuvo después el juego de España.
Tiempo habrá mañana de analizar lo deportivo, pero Holanda es un equipazo. Del fútbol total a un fútbol pequeño, pero definidísimo. Y Van Gaal como normalizador que huye de solemnidades en la concentración. Tiene el ceño táctico, el orgullo de su entrenador, que contagia coraje, garra al equipo y, cómo decirlo, un renovado sentido del espectáculo. Un histrionismo que a veces tiene algo de Mourinho. Van Gaal tiene derrotes de humor, una inconfundible energía y algo asombroso: la constante solidez táctica. No ha habido un equipo suyo que no tuviera nervio táctico. Hace equipos fibrosos.
Y de España ya hablaremos mañana.
Viajando con la Selecciónse va queriendo a ese equipo por dentro. En el hall del hotel, mientras tropezaba con Edmundo, el delantero brasileño, familias de españoles se reencontraban con motivo de la selección. Emigrantes lejanísimos, ancianos, que se reunían para ver a su España.
La selección también es la sensación de poca cosa al ver que toda su prensa cabe en un autobús. O esa estampa de hoy, saliendo del estadio, casi simbólica, en la que Manolo el del bombo caminaba solitario con su ídem entre la muchedumbre naranja.
Tambien al comprobar el amor que levanta entre gentes que no la conocen, que se pintan su bandera por una admiración que agradecemos, pero que a veces no terminamos de comprender.
Qué poca cosa somos. Qué débil España y qué grande. Le han metido una mano de goles y a nosotros, aficionados, parece que ahora nos queda el trago de despedir a otra generación (¿Y cuántas son ya?).






