ANÁLISIS l HUGH THOMAS
Treinta años después III
Nuevo orden mundial
La gente esperaba que el nuevo presidente después de 1990, George Bush padre, y su sucesor demócrata, Bill Clinton, aprovecharan la oportunidad para crear un nuevo orden mundial, basado tal vez en lo que había deseado construir Franklin Roosevelt
en 1945. Sin duda, Naciones Unidas gobernaría tal y como sus fundadores pretendían. Pero Bush padre y Clinton, con unas sociedades exhaustas por 40 años de Guerra Fría, no realizaron semejante esfuerzo. En la medida en que surgió un nuevo orden mundial fue uno cuyo puntal lo constituyó la proclamación del poder de Estados Unidos sin demasiada consideración ni siquiera por sus aliados. La política del «nosotros solos» fue anunciada de manera más sustancial por el sucesor de Clinton, George Bush hijo, cuyos funcionarios buscaron un nuevo dogma que insinuara que la política gubernamental debía ser la de garantizar que no se permitiera a ningún Estado competir con Estados Unidos, y mucho menos emularle. Sin embargo, lo que eso significaría a la larga con respecto a China y otros rivales en potencia dista mucho de ser evidente. Pero, al menos en 2005 no tenemos que soportar (como hicimos entre 1949 y 1989) la imagen de dos grandes potencias inmensamente poderosas al frente de alianzas enfrentadas mutuamente y en posesión de grandes reservas de armamento nuclear y otras terribles armas de destrucción masiva. El riesgo de una catástrofe global era colosal, tal y como demostraron los acontecimientos en Cuba en 1962.
Algunos peligros menores que surgieron en los años noventa siguen siendo inquietantes. Entre ellos se encuentran el azote del sida y el calentamiento del planeta, aunque yo personalmente no he sido capaz de decidir con qué seriedad debería tomarse esta última cuestión.
El terror de Al Qaeda
Otra ansiedad expresada por el intelectual estadounidense Samuel Huntington era que, tras la Guerra Fría, podía llegar un conflicto entre la cristiandad y el islam. Aunque parecía una alocada exageración cuando se mencionó por primera vez, ha sido expresada también por la sensacional campaña lanzada por una secta minoritaria del movimiento islámico fundamentalista wahabí, Al Qaeda, cuya primera intención era sencillamente la de intentar expulsar a los estadounidenses de sus posiciones de influencia en Arabia Saudí.
Tras ayudar a Occidente a resistir a los rusos en Afganistán, Al Qaeda pasó a una campaña de guerra de guerrillas a escala global, con unos atentados particularmente espantosos contra dos famosos rascacielos de Nueva York, la estación de trenes de Atocha, en Madrid, y la red del metro de Londres. Las posteriores respuestas a Al Qaeda (la invasión de Afganistán por parte de Estados Unidos y sus aliados, y la guerra contra Irak) se definieron como «una guerra contra el terrorismo», pero no puede librarse una batalla contra una estrategia. En realidad, la guerra era contra una sociedad secreta que había adoptado el uso del terrorismo como estrategia. Por supuesto, el terrorismo se había empleado incluso antes del final de la Guerra Fría como repetición de la vieja técnica anarquista de «la propaganda de los actos» de los republicanos irlandeses que pretendían expulsar a los protestantes de Irlanda del Norte y de los separatistas vascos que esperaban alcanzar la independencia del País Vasco por medio del asesinato. Pero, por crueles que fueran, esas campañas tenían un carácter local.
El mundo de 2005 muestra, asimismo, algunos signos muy alentadores. Por ejemplo, la vieja idea de que la guerra entre Estados es un aspecto inevitable de las cuestiones humanas más o menos se ha evaporado, aunque en una vuelta al tradicionalismo, en 1990 Sadam Husein, el entonces presidente de Irak, intentara absorber al diminuto Kuwait. En 1991 se vio obligado a restituir las anteriores fronteras por una alianza encabezada por Estados Unidos. Doce años después, en 2003, Estados Unidos y Gran Bretaña, en aquel momento con el apoyo de España y de otros países, derrocaron al régimen de Sadam en Irak, y ofrecieron varias explicaciones cuestionables sobre por qué se estaba haciendo. Si hubieran anunciado que las brutales fechorías cometidas por Sadam requerían un cambio de régimen en Bagdad, todo el mundo habría estado más contento. La guerra de 2003 ha dejado a Irak al borde de una guerra civil que probablemente traiga la división del país en tres nuevos Estados. Quizá sea lo mejor que se puede esperar ahora mismo.
Evolución inquietante
No obstante, estos son detalles cuyo examen en profundidad nublaría el panorama más amplio que tenemos de un nuevo sistema mundial dominado por Estados Unidos, cuya posición en ocasiones se describe como un imperio mundial, y en otras como una preeminencia hegemónica. Una evolución inquietante ha sido el abandono de cualquier iniciativa para un desarme «general y completo». Éste fue un punto en el programa de debate de las grandes potencias durante toda la Guerra Fría. En aquella época y durante muchos años después, se suponía que, al final, los Estados que poseyeran armas nucleares realizarían el heroico esfuerzo de abandonarlas. Ahora, si se plantea dicha idea a alguien de importancia en el Gobierno de Estados Unidos se la recibe con una risa burlona. Aun así, las repercusiones de aceptar un mundo en el que a los actuales ocho grandes Estados que las tienen (EE UU, Rusia, China, Francia, Gran Bretaña, India, Pakistán e Israel) se les permite que conserven para siempre sus reservas nucleares sin que ningún otro país se sume a ellos es una innovación extraordinaria.
Sin embargo, los principales logros desde 1975 son evidentes y positivos: el crecimiento de la libertad política, el resurgimiento del capitalismo y el final de la Guerra Fría no han traído la paz para todo el mundo, pero permiten que reine cierto grado de optimismo en la civilización occidental; y Estados Unidos todavía tiene la oportunidad de utilizar la vitalidad e imaginación de su sociedad para ayudar a crear un mundo más estable. n.
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