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La pradera de san Isidro
La pradera de san Isidro Museo del Prado
1819-2019: Bicentenario de las Pinturas Negras

Decorar el hogar

La libre imaginación de un anciano con espíritu de aprendiz

por Jesusa Vega, catedrática de Historia del Arte de la UAM.

Las pinturas que hizo Goya en la Quinta del Sordo muestran un aspecto singular de su personalidad y su práctica artística, pero en absoluto debemos considerar una rareza que adornara las paredes de su casa con pinturas. Es decir, la excepcionalidad se debe a la temática que desarrolló el artista quien, por otro lado, tenía mas de setenta años cuando las ejecutó. Lo primero que sorprende entonces es la vitalidad que demuestra más allá de los achaques: comprar una casa, hacer obras de mejora, trasladarse con todos sus enseres, instalarse y ponerse a pintar. Visto así, no extraña que unos años más tarde en Burdeos se entretuviera en hacer un dibujo en el que se representa a si mismo como un anciano de luengas barbas, andando apoyado en sendos bastones, con esta escueta frase debajo: «Aun aprendo».

«Aun aprendo»
«Aun aprendo»

Goya siempre estuvo dispuesto a aprender, de hecho en este dibujo experimenta texturas con la trama del papel verjurado y el lápiz litográfico, utensilio que utilizó por primera vez en Madrid en los mismos días en los que andaba ocupado con la compra de la casa: el pintor la adquirió el 27 de febrero de 1819, el mismo mes en que fecha la «Vieja hilandera», estampa donde no solo apreciamos su destreza como dibujante, sino también la centralidad que el tema de la vejez tiene en esta época de su vida, algo por otro lado natural pues es una expresión de su propia cosmogonía que será protagonista en la decoración de su nuevo hogar donde también hace acto de presencia ese anciano que acabaría convirtiéndose en su alter ego.

«Vieja hilandera»
«Vieja hilandera»

La quinta estaba emplazada en el lugar conocido como Cerro Bermejo, pasado el puente de Segovia, al otro lado del Manzanares, lejos del centro de la ciudad, donde Goya había vivido desde que se estableció en Madrid y era propietario de algunos inmuebles, pero con el perfil a la vista, ese perfil que con detenimiento y luminosidad sirve de fondo a las gentes que pueblan la Pradera de San Isidro, uno de sus últimos cartones para tapiz que nunca llegó a tejerse. El nuevo domicilio estaba a una distancia prudente tanto de las intrigas de la corte fernandina como de su propia familia pues a esas alturas parece que no congeniaba nada bien con su nuera. No nos aventuramos mucho entonces si decimos que es obvio que Goya buscaba retirarse pues, además, nos consta que en 1818 había decidido dejar de trabajar para particulares. Por otro lado, su tiempo había pasado, buena parte de los familiares y amigos habían fallecido o estaban exiliados.

No obstante, no es posible creer que fuera una decisión repentina. Es cierto que la capital no era ya esa urbe dinámica y colorista de finales del siglo XVIII, conectada con el exterior y plena de actividad que imprimía un ritmo realmente acelerado a la vida. Pero casi desde que llegó por primera vez a la ciudad Goya se había encontrado a sus anchas, sin el menor deseo de vivir en otro lugar. Consciente de su fama y estatus, con orgullo se lo explicaba a su amigo Martín Zapater el 20 de febrero de 1790:

...gasto mucho, porque ya me metí en ello y porque quiero. También hay la circunstancia de ser yo hombre tan conocido que de los Reyes abajo todo el mundo me conoce...

No sabemos nada de las otras casas en las que vivió el pintor, salvo que hizo tres traslados muy seguidos entre 1777 y 1779: primero vivió en la calle del Espejo, al año siguiente en la carrera de San Jerónimo y finalmente en la calle Desengaño donde residió hasta 1800. En todas ellas estuvo de alquiler, algo que era habitual en aquella época. Finalmente, cuando el inmueble cambió de propietario, Goya compró una casa en la calle Valverde esquina a Desengaño —señal de que le gustaba el barrio— y en ella vivió hasta su traslado a la Quinta del Sordo.

Maqueta de la Quinta del Sordo
Maqueta de la Quinta del Sordo

Entre las novedades que trajo la sociabilidad y civilización dieciochesca se encuentra la nueva distribución del espacio doméstico. La construcción a la moderna significaba, entre otras cosas, que se había adecuado la habitabilidad de la casa a las nuevas costumbres y la búsqueda del confort: salas más reducidas y habitaciones especializadas, donde la decoración será fundamental. En este sentido hubo enormes avances en la producción de objetos cuyo fin era ese bienestar. Pensemos, por ejemplo, en el cristal para las ventanas y el servicio doméstico, los espejos para incrementar la luminosidad y enriquecer la decoración de interiores, la producción textil para todo tipo de mobiliario y adorno, la cerámica para el ajuar de la casa incluido el calentamiento en el invierno con estufas y braseros, etc.

Sabemos que Goya asimiló las nuevas costumbres asociadas al disfrute de la vida del hogar, probablemente contó con habitación privada y además incorporó la indumentaria cómoda para estar en casa. También sabemos que estaba al tanto de las cuestiones relativas a la decoración y el mobiliario, rasgos inequívocos de modernidad, incluso se quiso traer unas sillas que le facilitó Zapater en Zaragoza para su casa de Madrid, si bien desistió por el coste del transporte. En definitiva, aunque apenas haya quedado rastro de ello, es obvio pensar que los domicilios anteriores a la Quinta del Sordo también fueron merecedores de su afán.

Autorretrato de Goya
Autorretrato de Goya

Por los inventarios que conocemos consta que a Goya le gustaba rodearse de su propia pintura, pero además en una época de su carrera, cuando todavía no estaba plenamente asentada, desarrolló la actividad de adornista para terceros: a comienzos de la década de los ochenta pintó unos majos para la chimenea de Zapater que causaban asombro; en 1787 este último le insta a que idee un adorno integral para Juan Martín de Goicoechea; y también pintó trasparentes para la Sociedad Económica de Amigos del País de Aragón, algo que se puso muy de moda en aquellos años para el adorno doméstico. Es decir, por su afán de estar al día y seguir la moda —es elocuente el repertorio de sombreros que ofrece en sus múltiples autorretratos— y por su profesión, en cuestiones del adorno personal y doméstico, Goya estaba al día de lo que se llevaba, tanto entre la nobleza que gastaba fortunas en estos menesteres pues era el retratista de mayor prestigio, como entre sus iguales en los cuales la emulación era un potente motor de consumo: el detallado inventario de la casa que habitaba su cuñado Francisco Bayeu nos da una idea de cómo eran estos escenarios privados entre los cortesanos de rango.

Por los anuncios de la prensa diaria, sabemos que en cuestiones de adorno cada habitación era pensada como una unidad donde reinaba la armonía visual a través del tratamiento de las paredes y las diferentes colgaduras buscando siempre la elegancia y vistosidad. Se puede decir que se estandarizó la organización del modo de vestir las paredes en altura —zócalo, friso, lienzo y cornisa—, teniendo carácter fijo o permanente, o móvil para trasladarla o venderla una vez que se cambiaba de residencia o de gusto. Así, las paredes se pintaban (al óleo o al temple), empapelaban, o entelaban y seguidamente se enriquecían con todo tipo de molduras, frisos y adornos de madera, bronce o yeso. Por otro lado, entre las quintas campestres cercanas al Manzanares adornadas con pinturas se encontraba el palacete de la Moncloa, heredado en 1784 por Cayetana de Silva, duquesa de Alba, y entre los adornos históricos que se conservaban en la paredes se encontraban las buenas copias al óleo hechas sobre el muro y enmarcadas con molduras fingidas de cuadros de los grandes maestros —Rafael, Tiziano, Veronés, Vandick, Rubens y Velázquez—, encargadas por del marqués de Eliche.

Grabado del aspecto exterior de la Quinta del Sordo
Grabado del aspecto exterior de la Quinta del Sordo

Teniendo en cuenta lo expuesto, podemos decir que el hecho de que Goya adornara su casa y que en dos salas pintara un conjunto de cuadros al óleo enmarcadas con molduras era casi lo que cabía esperar. De hecho, consta que pintó sus creaciones sobre otras de tema campestre que probablemente ya estaban cuando se hizo con la propiedad. No sabemos si el papel pintado de pared fue elección de Goya, pero como decíamos el uso de papel pintado se puso muy de moda desde finales del siglo XVIII y fue una de las especialidades que desarrollaron los adornistas; si fue Goya quien lo eligió es evidente que contó con algún tipo de ayuda para la decoración y muy probablemente que compró el papel en la Real Fábrica que todavía estaba muy considerada.

La Quinta del Sordo, era una finca suburbana con una casa de dos alturas de pobre construcción de adobe. Parece que ya era conocida con ese sobrenombre antes de ser adquirida por el pintor, pues el propietario Pedro Marcelino Blanco tampoco gozaba del sentido del oído. Tras comprar la casa el 27 de febrero de 1819, lo primero que hizo Goya fue ampliarla, construyendo un ala para ubicar la cocina y sus anejos. Conservamos algunos testimonios visuales de la fachada principal y también ayuda a hacerse una idea de cómo era el inmueble la maqueta de Madrid que actualmente se conserva en el Museo de Historia. No sabemos cuándo hizo las pinturas, la cronología que damos se encuentra entre la compra y la cesión a su nieto de la propiedad el 23 de septiembre de 1823. Quizá las comenzara tras instalarse hacia finales de agosto, y pensamos que fue entonces cuando pasó a ocuparla porque en una carta que remitió al rector del Colegio de San Antón ese mes le puntualizaba que el cuadro con «La oración del huerto» que regala a la comunidad sería lo último que haría en Madrid. Si fue así el trabajo se vería inmediatamente interrumpido por la enfermedad que le tuvo a las puertas de la muerte en los meses finales de ese año y cuya recuperación consideró el propio Goya un milagro.

Sobre la disposición de las pinturas existen dudas, por eso son enormemente valiosos los testimonios del joven pintor Antonio Brugada —pintor que estuvo muy cercano a Goya en la etapa final de su vida — y Charles Yriarte, autor de una de las primeras monografías dedicadas al pintor, publicada en 1867. Por otro lado, en torno a esos años fueron fotografiadas in situ por Jean Laurent y sus negativos han sido claves para estudiar las pinturas, no solo en lo que se refiere a su posible ubicación, sino también porque sufrieron muchísimo cuando fueron arrancadas lo que provocó una enorme intervención cuando fueron restauradas.

Asmodea
Asmodea Museo del Prado

Antonio Brugada levantó un inventario de la Quinta que, desde que fue dado a conocer en 1928 se había pensado que se hizo en 1828 tras la muerte del pintor, pero estudios recientes han llevado a considerar que posiblemente se levantara en 1823 cuando el pintor cedió la propiedad a su nieto Mariano antes de su marcha a Burdeos. Las pinturas adornaban dos salas rectangulares iluminadas con ventanas ubicadas cada una en un piso de la casa. La proximidad de Brugada a Goya hace especialmente relevante los nombres con los que registró los diferentes cuadros pues de ese modo o de forma parecida el pintor se refería a ellas. En la sala del primer piso se encontraban entonces: «Atropos», «Dos forasteros», «Dos hombres», «Dos mujeres», «El santo Oficio», «Asmodea», «Un perro» y «Dos brujas». En su conjunto estos cuadros son más luminosos, también sería más luminosa la sala por su mayor altura y por tener una ventana más, motivo por el que estos cuadros son de menores dimensiones que los que se registran en el piso bajo. En este último estaban: «El gran cabrón», «La Leocadia», «Dos mujeres», «Saturno», «Dos viejos», «Judith y Holofernes» y «La romería de San Isidro».

Judith y Holofernes
Judith y Holofernes Museo del Prado

Como se puede comprobar, en total conocemos quince pinturas relacionadas con la Quinta del Sordo, todas ellas pintadas sobre el muro salvo las «Dos brujas» una cuyo soporte es lienzo. Este cuadro fue el primera en salir de la casa, algo comprensible porque no estaba fijado al muro, pero esta singularidad es la que siempre ha despertado dudas sobre la autoría, sin que en la actualidad se haya llegado a ningún consenso.

Sobre la distribución de los cuadros dentro de las habitaciones existen en la actualidad diferentes hipótesis. Según los estudios de Nigel Glendinning, el cuarto de la planta baja era probablemente el comedor, el papel pintado tenía un diseño de racimos de uvas, hojas de parra y campanillas muy propio para este uso. Al fondo de la sala, y rodeando la puerta, se encontraban «Judit y Holofernes» a la izquierda, «Saturno», a la derecha y como sobrepuerta «Dos viejos»; las restantes estarían enfrentadas en las paredes, ocupando en uno de los lados los lienzos entre los vanos. Se piensa que el cuarto del segundo piso era un gabinete, espacio propio para estar y recibir, y la distribución sería similar a la que tenían en la planta baja: enfrentados por tamaños, ocupando los de mayores dimensiones los lienzos de pared más largos.

Fotografía de la Quinta del Sordo
Fotografía de la Quinta del Sordo

Mariano Goya transfirió a su padre la Quinta poco después de que falleciera su abuelo, y de nuevo Francisco Javier llevó a cabo obras de ampliación. Pero tanto él como los sucesivos propietarios las conservaron, y allí estuvieron hasta 1873 año en que la compró Frédéric Émile baron d’Erlanger que decidió que fueran arrancadas y transferidas al lienzo. La permanencia de los cuadros y que finalmente se salvaran son indicio de su aprecio y aceptación que debe ser tenido en cuenta, así como que allí viviera Leocadia con sus hijos sin que haya quedado registro alguno de rechazo a pesar de la truculencia de algunas composiciones. Es más, aunque no fueron muy conocidas en su momento como tampoco lo fueron los «Disparates» o los «Desastres de la guerra», sí fueron avaloradas por personalidades tan diversas como los ya citados Brugada e Iriarte, pero también por Mesonero Romanos, Gregorio Cruzada Vilaamil y P. L. Imbert. La conclusión a la que llegamos es que, tanto en el espíritu como en la factura, el adorno que ideó Goya para su casa estaba acorde con su edad, sus vivencias y su tiempo, otra cosa es el impacto que han tenido en las generaciones posteriores en el curso de las cuales ha sido creciente la admiración llegando a ser consideradas expresión viva de nuestra contemporaneidad.