ABCCultura
«El aquelarre» o «El gran cabrón»
1819-2019: Bicentenario de las Pinturas Negras

Entre historia y emoción

la modernidad de las Pinturas Negras

por Jesusa Vega, catedrática de Historia del Arte de la UAM.

La progresiva fama y fortuna de las «Pinturas Negras» hace si cabe más ameno y atractivo el relato de las diferentes opiniones e interpretaciones de las que han sido objeto desde que se conoció su existencia. La obra de referencia para seguir esta trayectoria es «Goya y sus críticos», libro publicado por Nigel Glendinning en 1977 y reeditado por Ediciones Complutense en 2017. Como apunta el historiador, las referencias a estas obras son parcas al principio, apenas una mención, hubo que esperar hasta 1868 para que se dedicará un pequeño artículo por aquí; fue escrito por Gregorio Cruzada Villaamil, se tituló «La casa del sordo» y fue publicado en «El Arte en España». Ese vacío se entiende si tenemos en cuenta que hasta los años previos a la revolución del 68 no se abrió paso la construcción de la figura de Goya como pintor del pueblo afín a las ideas liberales del autor del artículo. No obstante, Cruzada Villaamil no intenta siquiera describirlas y mucho menos se aventura a explicar el significado, su escrito era para llamar la atención sobre ellas y su conservación futura.

Como hemos podido ver en los capítulos anteriores, los primeros que escribieron sobre las «Pinturas Negras» con cierta exhaustividad fueron los franceses Charles Yriarte (1867) y P. L. Imbert (1876), quienes las vieron en su emplazamiento original. Para este último, era un conjunto de pinturas que destacaban por el ardor y la audacia, pero inevitablemente en su descripción proyectó algunos de los tópicos que ya por esos años estaban arraigados, como la identificación de la titulada por entonces «La Manola» con la duquesa de Alba:

Ahora echemos un vistazo al retrato de cuerpo entero de la duquesa de Alba y admiremos la tez de la cara, de un rosa vivo uniforme. Los ojos dos puntos negros; la nariz muy bien lograda, trazada con el dedo; la boca, otra pincelada trazada con el dedo en sentido cruzado, empapada en rojo. Se produce el efecto, se logra el objetivo. Una trasparencia negra corta la cara y simula un velo ligero. El rostro es más rojo que el cuello y el pecho, estos extraordinariamente blancos y transparentes, le dan al conjunto una apariencia muy extraña. El vestido, de satén negro, sujeto al talle, deja ver los zapatos de satén blanco con pompones, de hechura sencilla como el resto. La actitud es natural: el brazo, sobre el cual descansa la cabeza, se apoya en un inmenso bloque de tierra que corona una pequeña balaustrada de estilo elegante. El fondo es gris de un tono extremadamente fino. De cerca, es un gran boceto; de lejos, un retrato terminado.
Una manola Museo del Prado

La descripción ayuda a conocer mejor las transformaciones padecidas por la pintura en el proceso de transferencia, pero en esta ocasión se arrancó suficiente para que en la radiografía se haya podido comprobar que la figura se apoyaba inicialmente sobre una moldura que parece ser el marco fingido que rodeaba la chimenea y que finalmente desapareció. Este vestigio nos puede dar una idea de cómo eran esos majos de chimenea que pintó para su amigo Zapater y entonces es fácil comprender la admiración que causaban entre quienes lo visitaban. La solución final que dio Goya a la composición es más difícil de interpretar pues la barandilla recuerda a las que rodean las sepulturas en los cementerios; de ser así, Glendinning propone que se interprete como una escena más de la vida que rodeaba a la quinta pues por esos años se inauguró cerca de allí el cementerio de la ermita de San Isidro, cuya romería también está recreada en una de las pinturas que formaban parte de la sala.

Charles Yriarte ya desmintió que se tratara de la duquesa de Alba y la identificó con Leocadia Weiss basado en la información oral; y muy probablemente sea su retrato pues Brugada, que la conoció bien, la identifica en el inventario. No obstante, el romance entre ella y el pintor generó otra leyenda tan consistente como la de Goya y Cayetana, y con tan poco fundamento como esta. La joven, emparentada de lejos con el artista por lo que no precisaba de referencias, estaba separada del marido por lo que no es extraño que se fue a vivir con sus hijos a las afueras de la ciudad —lejos de habladurías—, con un septuagenario Goya, lleno de achaques, que no tenía criados. Esta decisión en aquel contexto de penuria entra en la cotidianidad: era constante la publicación de anuncios de mujeres con hijos, matrimonios con o sin hijos, y hombres que se ofrecían para lo que hoy denominamos el servicio doméstico, pero entonces se denominaba asistencia, bien yendo a trabajar al domicilio del interesado, bien acogiéndolos en el propio.

Si algo destaca Yriarte de las pinturas de la Quinta del Sordo es su realismo, incluso en las temáticas de contenido mitológico como el Saturno que interpreta como una escena de canibalismo. Las pinturas no obstante las considera bocetos, estudios preliminares donde Goya dio rienda suelta a su libertad de ejecución despojada de todo sentido histórico. Pero también Yriarte fue víctima de ideas preconcebidas y, en su afán por subrayar el realismo, identifica como modelo para Judith a una mujer llamada «Ramera Morena», sin ser consciente ni de las implicaciones semánticas del supuesto nombre, ni de las sociales que alimentaban la leyenda de que el pintor se servía de prostitutas como modelos.

«Judit y Holofernes»

El periplo parisino del año 1878 de las «Pinturas Negras» dio oportunidad a que la obra goyesca fuera conocida en el exterior incluso antes de que se hubiera asentado la fama internacional del pintor como retratista y pintor costumbrista —el descubrimiento de los cartones para tapices y su transferencia al Museo del Prado fue a comienzos de esa década—. Es decir, la fama se había asentado principalmente sobre la obra grabada, especialmente sobre la colección de los «Caprichos», por lo que no extraña que a aquellos que no les gustaba como grabador, tampoco le apreciarán como pintor. Entre los más críticos se encuentran el teórico y artista inglés John Ruskin, que pensaba que lo mejor que se podía hacer con los «Caprichos» era quemarlos, y su compatriota británico, el pintor y escritor Philip Gilbert Hamerton pensaba que en el grabado Goya no pasaba de ser un diletante audaz y temerario. Pero peor era la opinión que Hamerton tenía de las «Pinturas Negras», obras que consideraba expresión del yo más profundo y sincero del pintor pues, como incide el crítico, Goya estaba trabajando para «su propia gratificación» ya que era la decoración permanente de los cuartos principales de la casa; por esta razón se pregunta:

¿Qué es lo que pintó Goya, en tales circunstancias, para solaz propio? ¿Formas bellas y graciosas? ¿Visiones del paraíso de un poeta o de un artista? ¿La realización de esos anhelos ideales que el mundo real sugiere pero que nunca puede satisfacer? Ninguna de estas cosas. Su mente no se elevó a pensamientos espirituales, sino que se mantuvo en un odioso infierno personal, una región repelente, aterradora, sin ninguna cualidad sublime, informe como el caos, de color horrible y «abandonada de la Luz», habitada por los abortos más viles que jamás pensara el cerebro de un pecador. Se rodeaba, digo, de estas abominaciones, encontrando en ellas no sé qué satisfacción demoníaca, y alegrándose, de forma totalmente incomprensible para nosotros, de las audacias de un arte perfectamente adecuado a lo repelente de sus asuntos.
Imágenes de la colección de los «Caprichos»

Las opiniones expuestas dan una idea de la diversidad e intensidad de las opiniones que han suscitado las pinturas de la Quinta del Sordo. Por lo general los escritos funden la descripción con la valoración de la personalidad del artista, su estado mental al seleccionar la temática y la manera de visualizarla a través de figuras deformes y estrambóticas en escenarios inquietantes y lúgubres. En cuanto a la técnica, todos aprecian la ejecución libre, ágil e impulsiva: para los más clasicistas no serán del todo de su gusto por la carencia de nitidez del dibujo y de equilibrio de las composiciones; para los más renovadores será un elemento mas que hace de Goya un artista avanzado a su tiempo. Será entre estos últimos en los que progresivamente se vaya abriendo paso la modernidad que respira el conjunto, una modernidad que las constituirá en precursoras de nuevas tendencias pictóricas. Este fenómeno, que es clave para entender la fortuna posterior, también debe ser considerado algo natural pues siempre miramos al pasado con los intereses del presente y de ese modo construimos nuevos presentes que ponen en valor el patrimonio heredado. Así, el rechazo de Hamerton a Goya se entiende mejor cuando se comprueba que también lo tuvo hacia los impresionistas y, en la misma medida, se comprende que para otros la obra del pintor español fuera la antesala de impresionismo. La visión que tanto horrorizaba al británico se transforma en admiración en el alemán August L. Mayer, autor de una monografía sobre el pintor publicada en 1922, quien considera la obra monumental y el ambiente onírico personalísimo del pintor un preludio que se conecta con los pintores expresionistas; línea interpretativa a la que da continuidad André Malraux en su libro «Saturno» (1950), donde además subraya el carácter instintivo y surrealista del conjunto.

En el devenir de los tiempos ha sido creciente la literatura sobre Goya y la historiografía. Entre los hitos que jalonan esta última historiografía, los estudios sobre la vida y obra de Goya son numerosísimos, pero sobre todo se hacen abundantes cuando tienen lugar fechas señaladas que mueven a celebraciones, como el presente bicentenario que nos ha llevado a dedicar estas líneas a celebrar la compra de la finca por el pintor en 1819. Entre dichas conmemoraciones supuso un auténtico punto de inflexión la del centenario del fallecimiento del pintor en 1928. De los numerosos libros que se publicaron con motivo de aquella efeméride hay que destacar «Goya en zig-zag», obra de Juan de la Encina, crítico de arte sensible a la modernidad del artista y su capacidad para lo grotesco, a quien debemos el nombre por el que conocemos actualmente el conjunto pictórico de la casa. El capítulo XLVI de su libro comienza así: «Los disparates y las Pinturas negras de la Quinta del Sordo marcan los puntos culminantes del gráfico de lo grotesco en la obra de Goya». Seguidamente ofrece una vibrante descripción que expresa su sentir, ejemplo paradigmático del modo de hacer de la crítica de aquellos años, pero también fragmento literario que ejemplifica el definitivo rumbo de la creciente fortuna y fama de la obra con el sobrenombre de las «Pinturas Negras»:

«Dos viejos comiendo» Museo del Prado
En Goya no hay templos ni líneas de pureza ideal. La bestia, suelta en el hombre, berrea satánicamente por la visión de la Romería de San Isidro; hace reverencias al Gran Cabrón en el Aquelarre; va en peregrinación miserable a la fuente milagrosa del Santo; se apalea rudamente, hundida en el cieno hasta las rodillas, y hasta va por los aires, ya en rapto brujil, ya como el diablo Cojuelo llevando a don Cleofás. La fantasía goyesca se revuelca ferozmente en las formas más sórdidas de la abyección. La vejez reviste para ella forma teratológicas […] Saturno, en los pinceles de Goya, no es sino una bestia feroce, encumbradamente grotesca, con el apetito de carne humana de un antropófago sometido a dieta.

Unos años más tarde, en 1935 vio la luz el primer libro dedicado exclusivamente al conjunto titulado «Las pinturas Negras de Goya (Historia, interpretación y crítica)», escrito por Emiliano M. Aguilera, por Ediciones Nuestra Raza. Por los anuncios que insertaron en el diario ABC de ese año, sabemos que eran cinco grandes colecciones las que tenía esta editorial: Los hombres de nuestra raza, Todos los clásicos, Biblioteca de Imaginación y misterio, La obra maestra y Biblioteca de Formación cultural. Fue en esta última en la que se insertó junto a títulos como «Los dibujantes de España», «Panorama de la literatura española» y «La salud del espíritu del niño». Las pinturas trascendían los límites de la historia del arte y la biografía del artista para ocupar un lugar propio en la cultura general de los españoles que podían adquirir el librito al precio de 3 pesetas en la librería, o al reducido de 2,50 pesetas si se era suscriptor.

Aguilera, admirador de toda la obra de Goya, declara al lector que de toda ella nada le «ha conmovido más» ni le ha ocupado más horas que «esas turbadoras y extrañas "pinturas negras"». En su libro definitivamente se consolidaba el nombre del conjunto, así como lo que significarán en la consideración posterior del propio pintor en quien había que pensar «no como glorioso muerto más, sino como un viviente creador, como un espíritu poderoso, integrado en todos o casi todos los momentos estéticos señalados que hubieron de suceder a su muerte: romanticismo, fealismo, impresionismo, post-impresionismo, expresionismo...». El camino estaba marcado.

«Dos mujeres y un hombre» Museo del Prado

Desde 1935 ha sido ingente la bibliografía que han generado, siendo objeto de estudios monográficos por parte de los ya citados Nigel Glendinning, Carmen Garrido y Carlos Foradada, y también de Francisco Javier Sánchez Cantón, Priscila Muller, Valeriano Bozal, José Manuel López Vázquez y José Manuel Arnaiz, entre otros. En ellos se encuentran no solo posibles interpretaciones, sino también propuestas de distribución espacial dentro de las habitaciones, algo que el visitante actual del museo no puede en ningún momento imaginar pues la institución siempre las ha presentado de manera conjunta en una sala, sin ningún tipo de organización ni de referencia a su ubicación original. Pero más allá de sus posibles significados, no cabe la menor duda de que hay que celebrar que las «Pinturas Negras», salvada in extremis por un extranjero y generosamente donadas a los españoles, hayan pasado a integrarse en el imaginario colectivo de la contemporaneidad y desde su morada en el madrileño Paseo del Prado continúen conmoviendo en la actualidad.