La presencia del Resucitado
31. « Yo estoy con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo » (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue siendo escuchada en la
Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente de su esperanza. Aunque el domingo es el
día de la resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es
celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de los suyos.
Para que esta presencia sea anunciada y vivida de
manera adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y recuerden en
su interior, en lo recóndito de su corazón, la muerte y resurrección de Cristo. En
efecto, los que han recibido la gracia del bautismo no han sido salvados sólo a título
personal, sino como miembros del Cuerpo místico, que han pasado a formar parte del Pueblo
de Dios.(38) Por eso es importante que se reúnan, para expresar así plenamente la
identidad misma de la Iglesia, la ekklesía, asamblea convocada por el Señor
resucitado, el cual ofreció su vida « para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos » (Jn 11,52). Todos ellos se han hecho « uno » en Cristo (cf. Ga
3,28) mediante el don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta externamente cuando los
cristianos se reúnen: toman entonces plena conciencia y testimonian al mundo que son el
pueblo de los redimidos formado por « hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación » (Ap
5,9). En la asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de
la primera comunidad cristiana, descrita como modelo por Lucas en los Hechos de los
Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados « acudían asiduamente a la
enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones »
(2,42).
La asamblea eucarística
32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía
no sólo una fuerza expresiva especial, sino como su « fuente ».(39) La Eucaristía
nutre y modela a la Iglesia: « Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo
somos, pues todos participamos de un solo pan » (1 Co 10,17). Por esta relación
vital con el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, el misterio de la Iglesia es
anunciado, gustado y vivido de manera insuperable en la Eucaristía.(40)
La dimensión intrínsecamente eclesial de la
Eucaristía se realiza cada vez que se celebra. Pero se expresa de manera particular el
día en el que toda la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera significativa que « la
celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel
principalísimo en la vida de la Iglesia ».(41)
33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es
donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron
los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos
(cf. Jn 20,19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia,
estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos. A través de su
testimonio llega a cada generación de los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don
mesiánico de la paz, comprada con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: « ¡Paz a
vosotros! » Al volver Cristo entre ellos « ocho días más tarde » (Jn 20,26),
se ve prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada
octavo día, en el « día del Señor » o domingo, para profesar la fe en su
resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza prometida por él: « Dichosos
los que no han visto y han creído » (Jn 20,29). Esta íntima relación entre la
manifestación del Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de Lucas en la
narración sobre los dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo,
guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa con
ellos, que lo reconocieron cuando « tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y
se lo iba dando » (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que él
hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la « fracción del pan », como se
llamaba a la Eucaristía en la primera generación cristiana.
La Eucaristía dominical
34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene
en sí misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día, ni es separable
de toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una epifanía de la
Iglesia,(42) que tiene su momento más significativo cuando la comunidad diocesana se
reúne en oración con su propio Pastor: « La principal manifestación de la Iglesia
tiene lugar en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las
mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma
oración, junto a un único altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio y sus
ministros ».(43) La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es propia
de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier día de la semana, aunque no
sea presidida por él. Lo expresa la mención del Obispo en la oración eucarística.
La Eucaristía dominical, sin embargo, con la
obligación de la presencia comunitaria y la especial solemnidad que la caracterizan,
precisamente porque se celebra « el día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha
hecho partícipes de su vida inmortal »,(44) subraya con nuevo énfasis la propia
dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones eucarísticas.
Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la « fracción del pan », se siente
como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia. En la
celebración misma la comunidad se abre a la comunión con la Iglesia universal,(45)
implorando al Padre que se acuerde « de la Iglesia extendida por toda la tierra », y la
haga crecer, en la unidad de todos los fieles con el Papa y con los Pastores de cada una
de las Iglesias, hasta su perfección en el amor.
El día de la Iglesia
35. El dies Domini se manifiesta así
también como dies Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión
comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel
pastoral. Como he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas
actividades que desarrolla una parroquia « ninguna es tan vital o formativa para la
comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía ».(46)
En este sentido, el Concilio Vaticano II ha recordado la necesidad de « trabajar para que
florezca el sentido de comunidad parroquial, sobre todo en la celebración común de la
misa dominical ».(47) En la misma línea se sitúan las orientaciones litúrgicas
sucesivas, pidiendo que las celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar en
otras iglesias y capillas estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial,
precisamente para « fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y
alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo, sea en torno al Obispo,
especialmente en la catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor hace las veces
del Obispo ».(48)
36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado
de unidad. En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis que caracteriza
profundamente a la Iglesia, pueblo reunido « por » y « en » la unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.(49) En dicha asamblea las familias cristianas viven una de las
manifestaciones más cualificadas de su identidad y de su « ministerio » de « iglesias
domésticas », cuando los padres participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra
y del Pan de vida.(50) A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los
padres educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical, ayudados por los
catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los
muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Misa, ilustrando el motivo
profundo de la obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también, cuando las
circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas para niños, según las varias
modalidades previstas por las normas litúrgicas.(51)
En las Misas dominicales de la parroquia, como «
comunidad eucarística »,(52) es normal que se encuentren los grupos, movimientos,
asociaciones y las pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite
experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las
orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan, con
obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial.(53) Por esto en domingo, día de la
asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente
de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los
sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la
comunidad eclesial.(54) Corresponde al prudente discernimiento de los Pastores de las
Iglesias particulares autorizar una eventual y muy concreta derogación de esta norma, en
consideración de particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en cuenta el
bien de las personas y de los grupos, y especialmente los frutos que pueden beneficiar a
toda la comunidad cristiana.
Pueblo peregrino
37. En la perspectiva del camino de la Iglesia en
el tiempo, la referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo semanal de esta solemne
conmemoración ayudan a recordar el carácter peregrino y la dimensión escatológica
del Pueblo de Dios. En efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia el
último « día del Señor », el domingo que no tiene fin. En realidad, la espera de la
venida de Cristo forma parte del misterio mismo de la Iglesia(55) y se hace visible en
cada celebración eucarística. Pero el día del Señor, al recordar de manera concreta la
gloria de Cristo resucitado, evoca también con mayor intensidad la gloria futura de su «
retorno ». Esto hace del domingo el día en el que la Iglesia, manifestando más
claramente su carácter « esponsal », anticipa de algún modo la realidad escatológica
de la Jerusalén celestial. Al reunir a sus hijos en la asamblea eucarística y educarlos
para la espera del « divino Esposo », la Iglesia hace como un « ejercicio del deseo
»,(56) en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de la nueva tierra, cuando la
ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajará del cielo, de junto a Dios, « engalanada como
una novia ataviada para su esposo » (Ap 21,2).
Día de la esperanza
38. Desde este punto de vista, si el domingo es el
día de la fe, no es menos el día de la esperanza cristiana. En efecto, la
participación en la « cena del Señor » es anticipación del banquete escatológico por
las « bodas del Cordero » (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo, que
resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de « la gloriosa
venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(57) Vivida y alimentada con este intenso ritmo
semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la esperanza humana misma. Por este
motivo, en la oración « universal » se recuerdan no sólo las necesidades de la
comunidad cristiana, sino las de toda la humanidad; la Iglesia, reunida para la
celebración de la Eucaristía, atestigua así al mundo que hace suyos « el gozo y la
esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los
pobres y de todos los afligidos ».(58) Finalmente, la Iglesia, al culminar con el
ofrecimiento eucarístico dominical el testimonio que sus hijos, inmersos en el trabajo y
los diversos cometidos de la vida, se esfuerzan en dar todos los días de la semana con el
anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad, manifiesta de manera más
evidente que es « como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios
y de la unidad de todo el género humano ».(59)
La mesa de la Palabra
39. En la asamblea dominical, como en cada
celebración eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la
participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera continúa
ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del
misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos: « está
presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la
Sagrada Escritura ».(60) En la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia
del Señor resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el
Pan de vida que es prenda de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que «
la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, están tan estrechamente unidas
entre sí, que constituyen un único acto de culto ».(61) El mismo Concilio ha
establecido que, « para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia
para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos ».(62) Ha dispuesto,
además, que en las Misas de los domingos, así como en las de los días de precepto, no
se omita la homilía si no es por causa grave.(63) Estas oportunas disposiciones han
tenido un eco fiel en la reforma litúrgica, a propósito de la cual el Papa Pablo VI, al
comentar la abundancia de lecturas bíblicas que se ofrecen para los domingos y días
festivos, escribía: « Todo esto se ha ordenado con el fin de aumentar cada vez más en
los fieles el "hambre y sed de escuchar la palabra del Señor" (cf. Am
8,11) que, bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza a la
perfecta unidad de la Iglesia ».(64)
40. Transcurridos más de treinta años desde el
Concilio, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía dominical,
de que manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del
conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios.(65) Ambos
aspectos, el de la celebración y el de la experiencia vivida, se relacionan
íntimamente. Por una parte, la posibilidad ofrecida por el Concilio de proclamar la
Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad que participa, debe llevar a sentir
una « nueva responsabilidad » ante la misma, haciendo « resplandecer, desde el mismo
modo de leer o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado ».(66) Por otra, es
preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo
de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible
pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos,
especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha
con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial,(67) no anima
habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos
esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas con las que las comunidades
parroquiales, preparan la liturgia dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos
participan en la Eucaristía sacerdotes, ministros y fieles,(68) a reflexionar
previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada. El objetivo al que se ha de
tender es que toda la celebración, en cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la
homilía, exprese de algún modo el mensaje de la liturgia dominical, de manera que éste
pueda incidir más eficazmente en todos los que toman parte en ella. Naturalmente se
confía mucho en la responsabilidad de quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A
ellos les toca preparar con particular cuidado, mediante el estudio del texto sagrado y la
oración, el comentario a la palabra del Señor, expresando fielmente sus contenidos y
actualizándolos en relación con los interrogantes y la vida de los hombres de nuestro
tiempo.
41. No se ha de olvidar, por lo demás, que la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la
asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el
diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la
salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza. El Pueblo de Dios,
por su parte, se siente llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de
gracias y la alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una
continua « conversión ». La asamblea dominical compromete de este modo a una
renovación interior de las promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al
recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la vigilia
pascual o cuando se administra el bautismo durante la Misa. En este marco, la
proclamación de la Palabra en la celebración eucarística del domingo adquiere el tono
solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los momentos de renovación de la
Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la comunidad de Israel era llamada, como el pueblo
del desierto a los pies del Sinaí (cf. Ex 19,7-8; 24,3.7), a confirmar su « sí
», renovando la opción de fidelidad a Dios y de adhesión a sus preceptos. En efecto,
Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por
nosotros con su « Amén » (cf. 2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace
resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra
vida.(69)
La mesa del Cuerpo de Cristo
42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la
mesa del Pan eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples dimensiones, que
en la Eucaristía dominical tienen un carácter de particular solemnidad. En el ambiente
festivo del encuentro de toda la comunidad en el « día del Señor », la Eucaristía se
presenta, de un modo más visible que en otros días, como la gran « acción de gracias
», con la cual la Iglesia, llena del Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y
haciéndose voz de toda la humanidad. El ritmo semanal invita a recordar con complacencia
los acontecimientos de los días transcurridos recientemente, para comprenderlos a la luz
de Dios y darle gracias por sus innumerables dones, glorificándole « por Cristo, con él
y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo ». De este modo la comunidad cristiana
toma conciencia nuevamente del hecho de que todas las cosas han sido creadas por medio de
Cristo (cf. Col 1,16; Jn 1,3) y, en él, que vino en forma de siervo para
compartir y redimir nuestra condición humana, fueron recapituladas (cf. Ef 1,10),
para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe su origen y vida. En fin, al adherirse
con su « Amén » a la doxología eucarística, el Pueblo de Dios se proyecta en la fe y
la esperanza hacia la meta escatológica, cuando Cristo « entregue a Dios Padre el Reino
[...] para que Dios sea todo en todo » (1 Co 15,24.28).
43. Este movimiento « ascendente » es propio de
toda celebración eucarística y hace de ella un acontecimiento gozoso, lleno de
reconocimiento y esperanza, pero se pone particularmente de relieve en la Misa dominical,
por su especial conexión con el recuerdo de la resurrección. Por otra parte, esta
alegría « eucarística », que « levanta el corazón », es fruto del « movimiento
descendente » de Dios hacia nosotros y que permanece grabado perennemente en la esencia
sacrificial de la Eucaristía, celebración y expresión suprema del misterio de la kénosis,
es decir, del abajamiento por el que Cristo « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz » (Flp 2,8).
En efecto, la Misa es la viva actualización del
sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las que se ha invocado
la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una eficacia del todo singular en las
palabras de la consagración, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación
con que se ofreció en la cruz. « En este divino sacrificio, que se realiza en la Misa,
este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar
de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta ».(70) A su sacrificio Cristo une
el de la Iglesia: « En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio
de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su
oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un
valor nuevo ».(71) Esta participación de toda la comunidad asume un particular relieve
en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la semana transcurrida con las
cargas humanas que la han caracterizado.
Banquete pascual y encuentro fraterno
44. Este aspecto comunitario se manifiesta
especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual
Cristo mismo se hace alimento. En efecto, « Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio
para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como
sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la cena
del Señor es siempre comunión con Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por
nosotros ».(72) Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando participan
en la Eucaristía, con la condición de que estén en las debidas disposiciones y, si
fueran conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el
Sacramento de la reconciliación,(73) según el espíritu de lo que san Pablo recordaba a
la comunidad de Corinto (cf. 1 Co 11,27-32). La invitación a la comunión
eucarística, como es obvio, es particularmente insistente con ocasión de la Misa del
domingo y de los otros días festivos.
Es importante, además, que se tenga conciencia
clara de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los
hermanos. La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de fraternidad,
que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque respetando el estilo propio de la
acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida y el estilo de oración,
atenta a las necesidades de toda la comunidad. El intercambio del signo de la paz, puesto
significativamente antes de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto
particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como manifestación del
consentimiento dado por el pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración(74)
y del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del único pan en recuerdo de la
palabra exigente de Cristo: « Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas
entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del
altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda
» (Mt 5,23-24).
De la Misa a la « misión »
45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos de
Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los
cometidos que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para el fiel que ha
comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo
dentro del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los cristianos
convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia del Resucitado están llamados
a ser evangelizadores y testigos en su vida cotidiana. La oración después de la
comunión y el rito de conclusión bendición y despedida han de ser
entendidos y valorados mejor, desde este punto de vista, para que quienes han participado
en la Eucaristía sientan más profundamente la responsabilidad que se les confía.
Después de despedirse la asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual
con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a
Dios (cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha recibido en
la celebración, como los discípulos de Emaús que, tras haber reconocido a Cristo
resucitado « en la fracción del pan » (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la
exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del encuentro con
el Señor (cf. Lc 24,33-35).
El precepto dominical
46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del
domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de
recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. «
Dejad todo en el día del Señor dice, por ejemplo, el tratado del siglo III
titulado Didascalia de los Apóstoles y corred con diligencia a vuestras
asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios
aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y
nutrirse con el alimento divino que es eterno? ».(75) La llamada de los Pastores ha
encontrado generalmente una adhesión firme en el ánimo de los fieles y, aunque no hayan
faltado épocas y situaciones en las que ha disminuido el cumplimiento de este deber, se
ha de recordar el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta
obligación en tantas situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa,
como se puede constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.
San Justino, en su primera Apología dirigida al
emperador Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de la
asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las
ciudades.(76) Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus asambleas fueron
prohibidas con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el
edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical. Es
el caso de los mártires de Abitinia, en Africa proconsular, que respondieron a sus
acusadores: « Sin temor alguno hemos celebrado la cena del Señor, porque no se puede
aplazar; es nuestra ley »; « nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor ». Y una
de las mártires confesó: « Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor
con mis hermanos, porque soy cristiana ».(77)
47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta
obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los
primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario
prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido
explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha
hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones
canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del
siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de
consecuencias penales después de tres ausencias) (78) y, sobre todo, desde el siglo VI en
adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506).(79) Estos decretos de Concilios
particulares han desembocado en una costumbre universal de carácter obligatorio, como
cosa del todo obvia.(80)
El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía
por vez primera la tradición en una ley universal.(81) El Código actual la confirma
diciendo que « el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación
de participar en la Misa ».(82) Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación
grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica.(83) Se comprende
fácilmente el motivo si se considera la importancia que el domingo tiene para la vida
cristiana.
48. Hoy, como en los tiempos heroicos del
principio, en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos
que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente hostil
y, otras veces y más a menudo indiferente y reacio al mensaje evangélico. El
creyente, si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha de poder contar con el apoyo
de la comunidad cristiana. Por eso es necesario que se convenza de la importancia decisiva
que, para su vida de fe, tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la
Pascua del Señor con el sacramento de la Nueva Alianza. Corresponde de manera particular
a los Obispos preocuparse « de que el domingo sea reconocido por todos los fieles,
santificado y celebrado como verdadero "día del Señor", en el que la Iglesia
se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de
Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la
oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo ».(84)
49. Desde el momento en que participar en la Misa
es una obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave, los Pastores tienen el
correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto.
En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la
facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de
una Misa el domingo y los días festivos,(85) la institución de las Misas vespertinas(86)
y, finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la
obligación comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas
del domingo.(87) En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto de vista
litúrgico.(88) Por consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a veces « prefestiva »,
pero que en realidad es « festiva » a todos los efectos, es la del domingo, con el
compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con los fieles la oración
universal.
Además, los pastores recordarán a los fieles que,
al ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la
Misa donde se encuentren, enriqueciendo así la comunidad local con su testimonio
personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una calurosa acogida
a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los lugares que atraen a numerosos
turistas y peregrinos, para los cuales será a menudo necesario prever iniciativas
particulares de asistencia religiosa.(89)
Celebración gozosa y animada por el canto
50. Teniendo en cuenta el carácter propio de la
Misa dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles, se ha de preparar
con especial esmero. En las formas sugeridas por la prudencia pastoral y por las
costumbres locales de acuerdo con las normas litúrgicas, es preciso dar a la celebración
el carácter festivo correspondiente al día en que se conmemora la Resurrección del
Señor. A este respecto, es importante prestar atención al canto de la asamblea,
porque es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón, pone de relieve
la solemnidad y favorece la participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se
debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la melodía,
para que lo que se propone hoy como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones
litúrgicas y digno de la tradición eclesial que tiene, en materia de música sacra, un
patrimonio de valor inestimable.
Celebración atrayente y participada
51. Es necesario además esforzarse para que todos
los presentes jóvenes y adultos se sientan interesados, procurando que los
fieles intervengan en aquellas formas de participación que la liturgia sugiere y
recomienda.(90) Ciertamente, sólo a quienes ejercen el sacerdocio ministerial al servicio
de sus hermanos les corresponde realizar el Sacrificio eucarístico y ofrecerlo a Dios en
nombre de todo el pueblo.(91) Aquí está el fundamento de la distinción, más que
meramente disciplinar, entre la función propia del celebrante y la que se atribuye a los
diáconos y a los fieles no ordenados.(92) No obstante, los fieles han de ser también
conscientes de que, en virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo, « participan
en la celebración de la Eucaristía ».(93) Aun en la distinción de funciones, ellos «
ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella. De este modo, tanto por el
ofrecimiento como por la sagrada comunión, todos realizan su función propia en la
acción litúrgica »(94) recibiendo luz y fuerza para vivir su sacerdocio bautismal con
el testimonio de una vida santa.
Otros momentos del domingo cristiano
52. Si la participación en la Eucaristía es el
centro del domingo, sin embargo sería reductivo limitar sólo a ella el deber de «
santificarlo ». En efecto, el día del Señor es bien vivido si todo él está marcado
por el recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas de Dios. Todo ello lleva a
cada discípulo de Cristo a dar también a los otros momentos de la jornada vividos fuera
del contexto litúrgico vida en familia, relaciones sociales, momentos de
diversión un estilo que ayude a manifestar la paz y la alegría del Resucitado en
el ámbito ordinario de la vida. El encuentro sosegado de los padres y los hijos, por
ejemplo, puede ser una ocasión, no solamente para abrirse a una escucha recíproca, sino
también para vivir juntos algún momento formativo y de mayor recogimiento. Además,
¿por qué no programar también en la vida laical, cuando sea posible, especiales iniciativas
de oración como son concretamente la celebración solemne de las
Vísperas o bien eventuales momentos de catequesis, que en la vigilia del
domingo o en la tarde del mismo preparen y completen en el alma cristiana el don propio de
la Eucaristía?
Esta forma bastante tradicional de « santificar el
domingo » se ha hecho tal vez más difícil en muchos ambientes; pero la Iglesia
manifiesta su fe en la fuerza del Resucitado y en la potencia del Espíritu Santo
mostrando, hoy más que nunca, que no se contenta con propuestas minimalistas o mediocres
en el campo de la fe, y ayudando a los cristianos a cumplir lo que es más perfecto y
agradable al Señor. Por lo demás, junto con las dificultades, no faltan signos positivos
y alentadores. Gracias al don del Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se advierte
una nueva exigencia de oración en sus múltiples formas. Se recuperan también
expresiones antiguas de la religiosidad, como la peregrinación, y los fieles aprovechan
el reposo dominical para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente
con toda la familia, algunas horas de una experiencia más intensa de fe. Son momentos de
gracia que es preciso alimentar con una adecuada evangelización y orientar con auténtico
tacto pastoral.
Asambleas dominicales sin sacerdote
53. Está el problema de las parroquias que no
pueden disponer del ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía dominical. Esto
ocurre frecuentemente en las Iglesias jóvenes, en las que un solo sacerdote tiene la
responsabilidad pastoral de los fieles dispersos en un extenso territorio. Pero también
pueden darse situaciones de emergencia en los Países de secular tradición cristiana,
donde la escasez del clero no permite garantizar la presencia del sacerdote en cada
comunidad parroquial. La Iglesia, considerando el caso de la imposibilidad de la
celebración eucarística, recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del
sacerdote,(95) según las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya aplicación
se confía a las Conferencias Episcopales.(96) El objetivo, sin embargo, debe seguir
siendo la celebración del sacrificio de la Misa, única y verdadera actualización de la
Pascua del Señor, única realización completa de la asamblea eucarística que el
sacerdote preside in persona Christi, partiendo el pan de la Palabra y de la
Eucaristía. Se tomarán, pues, todas las medidas pastorales que sean necesarias para que
los fieles que están privados habitualmente, se beneficien de ella lo más frecuentemente
posible, bien facilitando la presencia periódica de un sacerdote, bien aprovechando todas
las oportunidades para reunirlos en un lugar céntrico, accesible a los diversos grupos
lejanos.
Transmisión por radio y televisión
54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad,
incapacidad o cualquier otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de lejos y del
mejor modo posible a la celebración de la Misa dominical, preferiblemente con las
lecturas y oraciones previstas en el Misal para aquel día, así como con el deseo de la
Eucaristía.(97) En muchos Países, la televisión y la radio ofrecen la posibilidad de
unirse a una celebración eucarística cuando ésta se desarrolla en un lugar sagrado.(98)
Obviamente este tipo de transmisiones no permite de por sí satisfacer el precepto
dominical, que exige la participación en la asamblea de los hermanos mediante la reunión
en un mismo lugar y la consiguiente posibilidad de la comunión eucarística. Pero para
quienes se ven impedidos de participar en la Eucaristía y están por tanto excusados de
cumplir el precepto, la transmisión televisiva o radiofónica es una preciosa ayuda,
sobre todo si se completa con el generoso servicio de los ministros extraordinarios que
llevan la Eucaristía a los enfermos, transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda
la comunidad. De este modo, para estos cristianos la Misa dominical produce también
abundantes frutos y ellos pueden vivir el domingo como verdadero « día del Señor » y
« día de la Iglesia ».
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