Locura y destierro: la conspiración interna que quiso acabar con Franco nada más terminar la Guerra Civil
Un buen número de generales que habían participado en la sublevación contra la Segunda República, se enfrentaron después al Caudillo para intentar apartarle del poder y que Don Juan de Borbón volviera al trono, pero les salió muy caro

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El artículo publicado por la revista ‘Blanco y Negro’, el 26 de diciembre de 1979, fue tan revelador y controvertido que, más de un mes después, todavía llegaban a la redacción de ABC cartas al director en las que los lectores intentaban ofrecer sus puntos de vista sobre lo sucedido. Lo firmaba el periodista Vicente Alejandro Guillamón, fallecido hace seis meses, y se centraba en la conspiración promovida por un grupo de generales monárquicos contra Franco, al que criticaron por haber acumulado todo el poder en su mano y no haber restaurado la Corona nada más acabar la guerra.
«Franco, aunque gozó de plenos poderes desde casi el primer momento de la guerra, gracias, sobre todo, a las propuestas y el apoyo de Kindelán, no consolidó, sin embargo, su poder personal hasta que le ‘echaron una manita’ los maquis y el bloqueo internacionaL Mientras tanto, tuvo numerosos problemas para someter a los ‘varones de la guerra’ que se habían sublevado con él contra la República.
El Caudillo reaccionó casi siempre muy a la gallega, toreando con habilidad y astucia a quienes le minaban el terreno, pero llegado el caso no dudó en aplicar serios correctivos a los más díscolos o levantiscos», podía leerse en el subtítulo del reportaje de cinco páginas, titulado ‘Los generales malditos del franquismo’.
En la parte superior, dos pequeños encabezados resumiendo el destino de dos de ellos: «El general Heli Rolando Tella fue expulsado del Ejército y murió olvidado y loco. El general Antonio Aranda, héroe de Oviedo, fue acusado de masón y condenado al ostracismo». Un destino parecido al que corrieron los colaboradores de estos, a los que Franco tuvo que enfrentarse en una especie de ‘Guerra Fría’ interna. Eso tal vez explique el hecho de que de los 70 generales del bando franquista en activo en 1936, solo seis ocuparon algún puesto de mando a partir de 1940, según apunta el historiador Miguel Alonso Baquer en su ensayo ‘Franco y sus generales’ (Taurus, 2005).
«Sentimiento de rechazo»
«Apenas terminada la Guerra Civil, los monárquicos empezaron a moverse para desplazar a Franco y restablecer la Monarquía en la persona de Don Juan de Borbón. Para ello, sin embargo, necesitaban la colaboración de los militares, que eran los únicos que, en realidad, podían ponerle las cosas difíciles a Franco. El principal animador de estas actividades fue Eugenio Vegas Latapié, abogado del Estado y editor, antes de la guerra, de la revista ‘Acción Española’, quien, con el tiempo, se convirtió en secretario político del conde de Barcelona», explicaba Guillamón.

La conspiración no empezó a tomar cuerpo hasta 1942, en cuyo mes de marzo se formó un comité compuesto por José María de Areilza, Pedro Sainz Rodríguez, el duque del Infantado, el marqués de la Eliseda, el conde de Fontanar, el coronel Troncoso y el mencionado Vegas Latapié, encargado de tantear a los generales para obtener su apoyo en favor de la deseada restauración. «De todos modos, las conversaciones con los jefes militares se mantenían en un tono de medias tintas, lo que hacía muy difícil que pudiera desembocar en un plan de acción concreto», añadía.
El plan contemplaba, entre otras alternativas, la posibilidad de que los nazis ocupasen la Península, pues ya se había iniciado la Segunda Guerra mundial, lo que permitiría la creación de un Gobierno monárquico en el exilio presidido por Aranda, «el más enérgico y vocinglero de los conspiradores», lo describía el célebre historiador británico Paul Preston. La primera reunión se celebró en secreto en junio de 1942, que llegó a oídos de Franco y decidió actuar con energía. Dispuso el confinamiento de Vegas Latapié, que había sido consejero nacional de FET y de las JONS durante la guerra, y de Sainz Rodríguez, ministro de Educación en el primer Gobierno franquista. Ambos consiguieron huir antes de ser detenidos. El primero permaneció un mes oculto en Barcelona, logró pasar a Lausana (Suiza) y convertirse finalmente en el secretario político de Don Juan. El segundo, se refugió en Portugal.
Desembarco de los aliados
Pocos meses después, en noviembre de 1942, antes de que se produjera el desembarco de los aliados en el norte de África, el ‘Journal de Geneve’ publicó unas declaraciones de Don Juan, consideradas como el primer manifiesto antifranquista del conde de Barcelona: «No soy el jefe de ninguna conspiración. Soy el depositario de un tesoro político secular: la Monarquía española». Más adelante añadía: «Mi suprema ambición es la de ser el Rey de una España en la cual todos los españoles, definitivamente reconciliados, podrán vivir en común». Unas palabras valientes si tenemos en cuenta que se oponían frontalmente al proyecto que Franco había diseñado para el país, basado en la victoria militar y en la división de los españoles entre vencedores y vencidos.

A primeros de marzo de 1943, se celebró una comida en el Nuevo Club, en Madrid, a la que asistieron el marqués de la Eliseda, el de Quintanar, el de Villaurrutia, el profesor Alfonso García Valdecasas y el coronel Juan Antonio Ansaldo, que se pasaba los días imaginando planes fantásticos para derribar a Franco y restablecer la Monarquía. «En esa comida, Ansaldo propuso que Kindelán se apoderase de la Capitanía General de Cataluña, de la que había sido destituido unos meses antes, con el fin de facilitar el desembarco de los aliados en el puerto de Rosas (Gerona), a lo que seguiría la mencionada restauración. Franco debió enterarse una vez más y mandó a Ansaldo a un destino forzoso que el locuaz aviador se negó a cumplir con el pretexto de una enfermedad», aseguraba ABC. En vista de la negativa, se le expulsó del Ejército del Aire y le fueron impuestos seis meses de arresto en Cádiz, aunque huyó igualmente antes de ser detenido.
En el verano de ese año, otro grupo de 27 procuradores en Cortes suscribió una «moción respetuosa», promovida por Juan Ventosa, exdiputado de la Lliga de Cambó, para pedirle al Caudillo que reestableciera la Monarquía católica tradicional. La respuesta del Caudillo no se hizo esperar: destituyó inmediatamente a todos los que habían obtenido su cargo de procurador por su condición de consejeros nacionales del Movimiento. Aún así, no amilanó a los conspiradores, que continuaron presionando. A mediados de septiembre de 1943, enviaron otra carta colectiva que Varela se encargó de entregar al dictador. En ella le exponían, con respeto y dejando claro que no querían «arrogarse la representación de la colectividad armada», que había llegado la ocasión de «no demorar más el retorno de aquellos modos de gobierno genuinamente españoles que hicieron la grandeza de nuestra patria, y de los que se desvió para imitar otras modas extranjeras».
«Postulados totalitarios»
Entre los firmantes se encontraba el general Kindelán, que era a su vez el promotor. A ella estuvieron a punto de sumarse dos ministros, que se echaron atrás en el último momento. Para solventar este nuevo problema, el Caudillo recibió uno a uno a los firmantes y les dijo que sí, que lo tendría en cuenta. El 28 de enero de 1944, Don Juan publicó unas nuevas declaraciones, esta vez en el diario argentino ‘La Prensa’, donde dijo que Franco solo le había dado «vagas promesas de restauración, sometidas, además, a condiciones inadmisibles para el ideal monárquico». «Yo no me puedo identificar, como fui invitado a hacerlo —añadía— con los postulados totalitarios de la Falange ni, tampoco, prestarme a que la Monarquía restaurada aparezca como coronación o remate de la estructura creada por el régimen actual». Después de aquello, se produjo la ruptura de la correspondencia que ambos mantenían desde hacía dos años.

La presión, sin embargo, fue en aumento. En marzo de 1944 circuló por Madrid otra misiva dirigida a Don Juan, firmada por más de medio centenar de catedráticos universitarios, en la que proclamaban su «convicción de que España necesita recobrar su Monarquía y su Rey, en la persona de Su Majestad. Esta es nuestra esperanza de un régimen estable, de autoridad, de derecho y de paz, que permita a España restañar sus heridas y realizar sus aspiraciones en el futuro concierto de los pueblos». La reacción de Franco fue la misma: los cuatro impulsores principales fueron destituidos y multados con 25.000 pesetas cada uno.
El dictador logró finalmente consolidar su régimen y continuó respondiendo con virulencia contra aquellos que consideraba más vulnerables o peligrosos. De estos militares malditos, el peor librado fue el general Tella, ya mencionado al principio del artículo, que fue despedido y apartado del Ejército bajo acusaciones que nunca se llegaron a probar. Su esposa, incluso, escribió a la mujer del Caudillo, Carmen Polo, para exponerle la situación en la que había quedado su familia, pero ni siquiera respondió. También se dirigió por escrito al obispo de Madrid-Alcalá, hombre bien visto en el Pardo, pero contestó de forma muy seca, asegurando que no podía hacer nada. «La hoja de servicios y su expediente personal desaparecieron de los archivos en los que deberían estar. También retiraron su retrato de la sala de los generales laureados del Museo del Ejército y ahora se encuentra abandonado en un sótano. Apartado del Ejército en 1943 y olvidado, murió años después completamente loco», subrayaba Guillamón sobre este «monárquico hasta las cachas que, durante un tiempo, fue ayudante del Infante Don Carlos de Borbón, abuelo materno del Rey Don Juan Carlos».
El general Aranda
El caso de Aranda, general muy culto y ambicioso, es más conocido, puesto que había protagonizado una de las grandes gestas del bando nacional en la Guerra Civil, la defensa de Oviedo, por la que recibió la cruz laureada de San Fernando. Pronto, sin embargo, cayó en desgracia por su decisión de liberar a cientos de republicanos nada más ser nombrado capitán general de Valencia. Un año después fue nombrado director de la recién creada Escuela Superior del Ejército, hasta que, en 1942, Franco le acusó de masón y conspirador y acabó ordenando su arresto, aunque fuera liberado poco después por su condición de héroe.

Eso no evitó que fuera paulatinamente retirado de los escalafones de poder y, en 1949, acabara pasando a la reserva por una Iey especial bautizada precisamente como la ‘Ley Aranda’. La decisión fue tomada directamente por el dictador, como consecuencia de las reiteradas peticiones del general al Caudillo para que renunciase a su puesto y diera paso a una Monarquía encarnada por Don Juan, con quien se carteaba desde hacía años y al que no le permitieron visitar en el extranjero. «La supuesta pertenencia de mi padre a la masonería es una calumnia enorme, como la de su republicanismo. Tuvo que soportar una investigación a fondo, que naturalmente no consiguió demostrar nada en orden a esa acusación», aseguró la hija en una entrevista concedida en 1976.
El conspirador conspiradores fue, sin duda, el general Alfredo Kindelan (1879-1962), quien describió así en sus memorias al Caudillo durante aquellos años: «Podías sentir el vértigo en él por todo aquello. Como los escaladores que han subido más de lo que pueden, se sentía mareado por haber alcanzado aquella altura con unas habilidades tan limitadas». Y es que este pionero y creador de las fuerzas aéreas españolas tuvo siempre claro que el poder civil y militar acumulado por Franco durante la guerra era excesivo. Lo más curioso es que fue él quien, en parte, le ayudó a conseguirlo, con la idea equivocada de que daría paso a la Corona nada más terminar la contienda. Obviamente, se equivocó.
Kindelán, el escritor cautivo
Cuando Franco se resistió a dejar el poder, ambos chocaron de tal manera que el nuevo jefe de Estado nombró ministro del Aire, contra todo pronóstico y ante el estupor general, a Juan Yagüe, un general completamente terrestre. Kindelán pagaba así su fervor monárquico y el odio que se había ganado de Ramón Serrano Suñer, el ‘cuñadísimo’, brazo derecho del Caudillo. Desde ese momento la estrella del aviador empezó a palidecer, hasta el punto de que, en 1945, fue retirado y deportado a Garachico (Tenerife) por sus contactos con los conspiradores; y más tarde, encarcelado en el castillo de San Marcial, en el municipio de Sardañola del Vallés (Barcelona).

Para completar sus ingresos en aquella época, se dedicó a escribir libros, cuya publicación era continuamente boicoteada. Sobre todo, cuando una vez recuperada la libertad fue elegido presidente del Consejo Privado de Don Juan, en cuyo cargo permaneció hasta 1959, tres años antes de morir en Madrid y de haber recibido un gran homenaje en el Ministerio del Aire. A pesar de ello, su sombra era tan alargada que se habló de él durante muchos años en los mentideros políticos españoles, al igual que del capitán general de Cataluña, Juan Bautista Sánchez González, que murió en extrañas circunstancias durante unas sencillas maniobras.
El día de la muerte de este último, que provocó una gigantesca manifestación de duelo en las calles de Barcelona, se propagó un rumor que todavía hoy no se ha esclarecido del todo: el general había muerto envenenado porque pensaba sublevarse contra Franco. Teresa Suero Roca, autora del libro ‘Los generales de Franco’ (Bruguera, 1975), defendía que murió justo «cuando Muñoz Grandes acababa de informarle de que había sido destituido». Las razones de fondo fueron las mismas, puesto que cuando José Enrique Varela era ministro del Ejército, le llamó para nombrarle subsecretario, pero este se negó a aceptar ningún cargo que tuviese algún tipo de significado político, si antes no se restauraba la Monarquía. Sánchez, además, tuvo el valor de visitar a Franco para reiterarle su postura y pedirle, una vez más, la vuelta de la Corona.
—¿Cómo murió el general?— le preguntó ABC, en 1973, a su hijo.
—Indudablemente, de un ataque al corazón. Es posible que influyera en ello alguno de los muchos disgustos que tuvo por su adhesión a la causa monárquica, pero no hubo envenenamiento. Estoy completamente seguro. Si hubiese tenido la menor duda, mis hermanos y yo, que también somos militares, nos habríamos echado al monte.
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