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El casi cuento de Navidad de Rostropovich que dedicó a todos los maridos

El célebre violonchelista narró hace 30 años en las páginas de «Blanco y Negro» una entrañable anécdota

El violonchelista ruso Mstislav Rostropovich en 2005+ info
El violonchelista ruso Mstislav Rostropovich en 2005 - Yolanda Cardo
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Mstislav Rostropovich no necesitaba presentación, pues era mundialmente conocido en 1990 cuando escribió en «Blanco y Negro» una entrañable anécdota que tituló «Casi un cuento de Navidad». Y sin embargo, la revista quiso recordar en algunas pinceladas los grandes logros del mejor violonchelista de todos los tiempos, además de consumado violinista y director de orquesta.

Nacido en Bakú (Azerbaiyán) en 1927, había sido alumno de Sostakovich en el conservatorio de Moscú, debutante a los quince años, medalla de oro de la Real Sociedad Filarmónica de Gran Bretaña, socio de honor de la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos, premio Lenin y premio Stalin. Destacado defensor de los derechos humanos y de las libertades durante los años de represión comunista, fue desposeído de su nacionalidad soviética desde 1978 a 1989, cuando le fue devuelta.

Casado con la soprano rusa Galina Vishnevskaya, era, además, amigo personal de la Familia Real española, en especial de Doña Sofía.

He aquí íntegro ese «Casi un cuento de Navidad» que narró hace 30 años:

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«Desde mi más tierna infania, me han gustado las fiestas de Navidad. Recuerdo a mi padre llevando oculto bajo su abrigo un pequeño abeto -pues eso estaba totalmente prohibido en aquella época-, y poniéndolo en el cuarto de estar. Más tarde, cuando tenía unos once o doce años, los abetos ya se vendían "legalmente" en el mercado. Los escaparates de las tiendas se llenaron de bonitos adornos multicolores y brillantes. De debajo de la cama, o del interior de un baúl desfondado, sacábamos unas cajas polvorientas de cartón y nos poníamos a decorar el árbol de Navidad.

Entonces nos sentíamos como transportados por un torbellino de cuentos de hadas, de historietas de reyes, de reinas y de bellas princesas que dormían sobre diminutos guisantes, que nos hacían la boca agua. El mundo de Andersen, de Perrault y de los hermanos Grimm hacía vibrar nuestros corazones infantiles.

En este momento en que tengo el placer de dirigirme a los lectores de ByN, me gustaría contarles una historia que me sucedió en 1982 y que se parece a un cuento de hadas.

Mi amigo Alexander Solzhenitsin conocía una debilidad mía, más bien una enfermedad, diría yo, muy costosa -una especie de extraño virus-, que consiste en construir y restaurar casas. Jamás dejaba a mi familia en paz: cuando estaban en Moscú, yo trabajaba en la dacha. En cuanto ellos partían hacia la dacha, yo empezaba a trabajar en el apartamento de Moscú. Mi familia vivía en medio de cemento, pintura y, por supuesto, de aceite de linaza, que en Rusia se encuentra por todas partes, hasta en la sopa.

Un día, ya en Estados Unidos, recibí una carta de Solzhenitsin informándome de que un ruso vendía un terreno en el Estado de Maine. Se lo comenté a Galina y, solemnemente, me confirió la autoridad necesaria para visitar el lugar. Me pasé el día luchando contra las zarzas que destrozaban los bajos de mis pantalones y, al final, decidí visitar un monasterio ortodoxo ruso, del cual me habían hablado mucho.

¡Dios mío, qué belleza! El oro de las cúpulas brillaba destacando sobre el fondo azul del cielo, en medio del campo, entre colinas pobladas de árboles. El color de las espigas maduras, la tierra oscura de las parcelas aradas, toda la gama de matices de verde. ¡Qué orgía de ritmos y de colores!¡Qué espacio infinito!

Como un joven enamorado, subí los escalones de cuatro en cuatro hasta el primer piso, donde se encontraban las celdas de los monjes y entré en la del padre abad, el arzobispo Lavr.

-¡Oh! -exclamé-. Si pudiera adquirir tan sólo una pequeña parcela de tierra, construiría allí mi casa.

Por lo que respecta al padre Illarion, había oído hablar de un castillo en ruinas que estaba en venta, y unos instantes más tarde ya estábamos en camino, en fila india a través de los campos. El viento hacía ondear las sotanas negras de los monjes y los restos deshilachados de mi pantalón. Henos aquí, en una vieja avenida bordeada de magníficos árboles, que nos recibían como unos guardianes. ¡Qué raro! Tenía la impresión de conocer cada recodo de esa avenida. Juré que esa avenida sería mía.

-¿A usted le gusta la música?- pregunté al propietario, Dios sabe por qué, y como él contestara sí, firmé con mano temblorosa el cheque para el pago de la entrada.

De vuelta en Nueva York, mi mujer me recibió con un talante comprensivo, que no había vuelto a mostrar desde que nos casamos.

-¿Qué ha pasado?

Sin ni siquiera ponerme colorado, le mentí descaradamente diciendo que sólo había adquirido el terreno.

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Rostropovich - Yolanda Cardo

Se me había ocurrido construir allí una casa y darle una sorpresa a mi querida compañera. Durante tres años, con unas precauciones infinitas, dignas de los mejores agentes del KGB, fui allí para sumergirme en los olores a pintura fresca y a suelos recién encerados. El único olor que faltaba era el aceite de linaza. Por encima de mi cabeza había siempre un cielo azul o de lluvia. ¡Aguarda, lluvia, ya verás qué pronto vas a encontrar un tejado en tu camino! ¡Baila por última vez en los dormitorios casi terminados, encharca su suelo! ¡Ya no te queda mucho tiempo!

Por fin hice que trajeran los muebles rusos, colgué los cuadros. Muy pronto iba a tener ocasión de darle la sorpresa: Galia iba a abandonar los escenarios, estaba dando el último ciclo de representaciones en la Gran Ópera de París. Decidí llamar Galino a nuestra propiedad, y a la avenida principal, la Avenida de Santa Galina. Nuestras dos hijas vinieron para ayudarme en la preparación de "La noche encantada".

Yo le había hecho creer a Galina que el 30 de julio, en cuanto llegara a Nueva York, nos iríamos juntos a Siracusa y, de allí, al monasterio del que tanto le había hablado. Luego, dormiríamos en un motel y por la mañana partíriamos hacia Vermont. En realidad, yo tenía otro plan. Tan pronto como dejáramos el monasterio, un amigo avisaría a la casa para que encendieran las farolas de la avenida de Santa Galina y las del pórtico de entrada. Yo pararía el coche delante de la propiedad, le pediría a Galina que bajase del coche y le recitaría mi poema: "Allí, los grifos son de oro y la cena será servida en la plata de los emperadores Romanov. ¡Ven, pues, vida mía! No nos demoremos más. Ella nos aguarda. Esta casa donde la felicidad brillará durante largas horas para ti y para nuestras hijas. Belleza, no seas cruel. A Pinocho perdónale su estupidez. De una zarina soy marido y mi amor es eterno".

Desde su escondite, nuestra hija llamaría por teléfono a la casa, para que apagaran todas las luces, excepto las llamas azuladas de unas velas encendidas en todas las ventanas. Por medio de potentes altavoces se podrían escuchar unos extractos del "Cascanueces", de "Romeo y Julieta", del concierto para violonchelo de Schumann...

"Sí, nuestro camino será muy corto, verás el rústico castillo y los criados aguardando para recibirnos en la hermosa mansión de mis sueños".

Durante los ensayos de esta escena, un amigo hacía el papel de Galina. Él me tomaba del brazo y caminaba moviendo las caderas. Mi hija se desternillaba de risa.

El músico, con su esposa, los Reyes y Zubin Mehta+ info
El músico, con su esposa, los Reyes y Zubin Mehta

El 30 de julio salí de casa demasiado tarde y perdí el vuelo a Nueva York. Yo llevaba una maleta vacía para llenarla de provisiones. Cuando llegué a New Jersey, la metí en el autobús y me fui corriendo a comprar el billete. Mientras tanto, el autobús partió con mi maleta. La recuperé en la terminal: aparentemente nadie la había querido. En la famosa tienda Zabar, donde adquirí decenas de paquetes, me arrodillé y empecé a meter desordenadamente en la maleta un revoltijo de pasteles y arenques, café y embutido. Allí me reconocieron unos melómanos que me rodearon como si acabara de perder el conocimiento.

Por fin llego al aeropuerto. Galia acude a recibirme. Me mira con ternura, pero observa mi maleta con desconfianza. Balbuceo algo sobre un frac que había puesto allí después de mi último concierto.

El vuelo a Siracusa llevaba cuatro horas de retraso. ¡Qué horas! Y ella, repitiendo todo el rato la misma frase: "¡Mira que puedes llegar a ser insensible, egoísta! He estado ocho horas metida en un avión para venir desde París y tú pretendes que vaya a ver ese monasterio en vez de conseguir una habitación en un hotel de Nueva York".

A las once de la noche llegamos a Nueva York. Instalo a la encantadora criatura en un sillón y yo me voy a buscar el coche. Meto en él mi maleta "gastronómica"; que ha viajado en el compartimento de equipajes con la de Galia. Al cabo de unos pocos kilómetros tiene lugar la catástrofe. Escucho la voz metálica de la "Tosca": "¡Pues sí! Me dijiste que la maleta contenía un frac y esto apesta a una mezcla de café y...

-Puedo ser yo que estoy sudando - dije humildemente.

-¿Para qué este viaje tan largo? ¿Qué voy a hacer yo en ese monasterio de hombres a medianoche, cuando todo el mundo está durmiendo? ¿Dónde tienes la cabeza?

-Ya iremos mañana por la mañana, y ahora voy a parar en el primer motel que veamos.

Los moteles empezaron a desfilar uno tras otro.

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Rostropovich

-¿Por qué no paras? Déjame salir, estos olores me están revolviendo el estómago.

Por fin estamos en el bosque. Última etapa. No queda más que un kilómetro. Cien metros...

-Baja- le digo.

-¿Adónde?- me responde ella con voz vacilante y como rindiéndose a nte la evidencia de que me había vuelto loco.

Exploro mis bolsillos buscando la hoja del poema. Galia se echa a temblar. Más tarde me confesó: "No había teléfono, ni modo de llamar a una ambulancia, ni tampoco a la Policía..." Ya tengo el poema, pero ¿cómo leerlo en esta oscuridad? Una idea genial digna de un Einstein me pasa por la mente. Enciendo los faros del coche y, a cuatro patas, con esta luz, pronuncio los primeros cuatro versos. El encendido automático de las luces del pórtico se pone en funcionamiento.

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"Esta hermosa casa sobre la colina y esta avenida en el campo están dedicadas a dos Galinas: Una es la santa la otra, mi compañera".

Una voz de "Violeta" moribunda me responde: "No puedo caminar más. Me están temblando las piernas.

-Entonces sube al coche.

Al final de la avenida nos bajamos del coche. Como en un cuento de hadas, todas las luces apagadas, excepto las llamas azuladas suspendidas en medio del cielo, que aparecen sobre las ventanas de la casa invisible. Oímos la música de Tchaikovski.

Después de numerosas ceremonias y una vez que hubimos cenado los dos, entramos en el dormitorio de Galia y le pregunté: "¿Quieres media copa de champán?

-Bueno, media copa -responde resignada.

Un mes antes yo había comprado en Ginebra una copa inmensa que había pertenecido a la zarina rusa Elizabeth. En ella vertí la botella, que llenó justo la mitad de la copa.

Dedido este cuento de Navidad a todos los maridos, a los que pido disculpas por adelantado ya que sé que, en cuanto sus esposas lo lean, lo primero que van a decir será:

-¿Y tú qué, desgraciado?».

El mundo entero lloró al músico y al hombre que fue Rostropovich tras su fallecimiento en 2007.

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