El último vestigio faraónico se ha evaporado con el anuncio de la paralización de las obras del campus de la Justicia de Madrid, un emprendimiento colosal, tocado por la varita mágica de la belleza en edificios circulares imaginados por el estudio madrileño Frechilla y López-Peláez. Dieciocho edificios que iban a concentrar en sus anillos la Justicia de la villa, a excepción del tribunal Constitucional, el Supremo y la Audiencia Nacional.
El proyecto llevaba en sí la impronta de una cuarta utopía —por simplificar el recuento— desde el Renacimiento a nuestros días, comenzando por la ignota Utopía de Tomás Moro, siguiendo por la heliocéntrica Ciudad del Sol, de Tomaso Campanella y concluyendo con La Nueva Atlántida de Francis Bacon. Todas ellas tan recónditas como inacabadas. La Ciudad de la Justicia de Madrid, con sus Foster, sus Pei Cobb Freed, sus Rafael de la Hoz, su Zaha Hadid o su Zaera-Polo, pensada en una remota esquina de la ciudad permanecerá inconclusa sine die.
Fue el arquitecto Zaera-Polo, autor del primero y único edificio inacabado, quien protagonizó la primera deserción por la imposibilidad de renegociar las condiciones. Desde entonces, las sedes judiciales cuya venta permitiría pagar un proyecto tan gigantesco menguaron abruptamente su precio y las máquinas de Valdebebas se atoraron en las veinte hectáreas de terreno.
Sin luz ni comunicaciones la ciudad de la justicia ensimismada puede ser una ruina antes de ser construida. Incluso afirman que sin crisis mediante también hubiera sido de imposible ejecución. Aseguran que el desengaño de los utópicos conduce a la melancolía, como Ortega decía del esfuerzo inútil. Habrá que preguntarse entonces lo que Josep Pla cuando quedó deslumbrado por las ascuas de las luces de Manhattan: «¿Y esto quién lo paga?»
