POCO después de hacerme cargo de la Dirección General de Universidades e Investigación de la Comunidad de Madrid, fui invitado a un almuerzo de trabajo en el Rectorado de una de nuestras universidades públicas por el entonces Rector de la misma. Estaba llegando al campus cuando se me comunicó, mediante una llamada al móvil, que el encuentro tendría lugar en otro edificio, porque un grupo de estudiantes opuestos al llamado proyecto de Bolonia había ocupado el vestíbulo del Rectorado. Pregunté por qué no se habían tomado medidas para desalojarlos, e insistí en que deberíamos encontrarnos en el recinto inicialmente fijado. El Rector arguyó que no estaba dispuesto a que los revoltosos aparecieran en los medios como víctimas de una represión que se encargarían de maquillar como desmedida y brutal, y que, toda vez que no habían conseguido hasta entonces ejercer influencia alguna sobre la mayoría del alumnado, era preferible dejar que se cocieran en su caldo (no puedo asegurar que fuera ésta la expresión exacta que usó el hoy ministro Ángel Gabilondo, y quizá distorsione mi recuerdo el contexto de la reunión o la frecuencia con que los vascos recurrimos a la metáfora gastronómica, aunque el sentido de su conclusión era equivalente).
El problema de estas concesiones tácticas a las provocaciones de grupúsculos violentos es que su supuesta eficacia es indemostrable. Quizá un desalojo contundente habría complicado el panorama de la por entonces tranquila Universidad Autónoma de Madrid, o quizá no, nunca lo sabremos. El hecho es que, un año después, el pasado lunes, un grupo de características afines a los ocupantes del Rectorado en tiempos de Gabilondo (si no eran los mismos, de lo que estoy casi convencido), no contento con reventar un simposio de carácter científico y empresarial en el mismo campus, hirió a uno de los participantes extranjeros, el israelí Eytan Levy. El pretexto fue antes la protesta contra Bolonia en nombre de un anticapitalismo sarnoso. El de ahora, un antisemitismo criminal que, de momento, llama al exterminio de los israelíes allí donde se los encuentre, y, antes de lo que se piensa, la emprenderá directamente con los judíos en general, como tendremos ocasión de comprobar si el brote no se corta de raíz. Es indudable que las inhibiciones de antaño han envalentonado a la gentuza totalitaria que campa a su gusto por las universidades, sin pisar aulas ni laboratorios salvo para difundir consignas por internet desde los ordenadores de uso común. Los anfitriones del simposio creyeron que un cambio a última hora del lugar previsto para su celebración les evitaría un asalto profusamente anunciado en blogs y webs, pero este tipo de estratagemas evasivas resulta ya inútil, porque el enemigo conoce el truco y está mejor organizado que en la fase del movimiento contra Bolonia. La prueba es que en pocos meses ha conseguido que las universidades públicas sean espacios inaccesibles a cualquiera que se le antoje señalar como objetivo a batir. Urge que los equipos rectorales se planteen de una vez que el recurso sistemático a la permisividad es magia impotente. Simpática, desde luego, pero suicida.


