Cuando todo va mal, nos queda el fútbol. No existe en el mundo un espectáculo capaz de suscitar en todas partes tantas y tan semejantes pasiones colectivas. El secreto de su masiva seducción consiste en que actúa a través del plano emocional con un lenguaje capaz de articular sentimientos universales: la competitividad, el desafío, la pertenencia, la identidad de la tribu. Posee la belleza plástica del deporte, el espíritu moral de la superación y la complejidad mental de la estrategia, pero se basa en un hecho tan instintivo y natural como darles patadas a un objeto que rueda. Asociado a la cultura de masas, a la industria del entretenimiento y al negocio del marketing y la publicidad, el fútbol se ha convertido en una metáfora del mundo moderno, y ha derribado uno tras otro todos los prejuicios políticos y reticencias culturales que sobre él han pesado: la alienación, el brutalismo o la masculinidad. Mujeres, políticos e intelectuales se han acabado sumando a un público entregado a su devastador empuje. El fútbol es un fenómeno planetario, democrático, universalista: un emblema inconfundible de la sociedad global.
La Copa del Mundo es el rito supremo de la nueva religión futbolera. Su carácter de competición de países simboliza la estructura identitaria de las masas nacionales y le proporciona un inmenso interés participativo y un potente dinamismo social. Incluso en una comunidad en perpetuo conflicto de identidades como España, la participación de la Roja aglutina los particularismos y cose la dividida sentimentalidad de la nación con el hilo invisible de un cierto orgullo colectivo. La acumulación de éxitos recientes ha destruido el habitual pesimismo histórico para sustituirlo por una oleada de autoestima. Por primera vez en muchos años, el equipo español tiene estilo propio, capacidad de superación y determinación triunfadora. La selección es el emblema de un país sin complejos, con una nueva mentalidad de ganador que acaso ya no tiene otra contraindicación que la euforia.
España es candidata al triunfo, no favorita, pero esa aspiración es ya de por sí un salto decisivo. Hasta el atribulado Gobierno de la crisis se permite soñar con el bálsamo de optimismo sociológico que supondría una victoria. No es cuestión baladí; en un ambiente sórdido de empobrecimiento y quiebra, en un paisaje social deteriorado y derrotista, el fútbol invierte el estado de ánimo dominante y desde su aparente trivialidad nos sitúa ante una objetiva esperanza vencedora. Es un mensaje de ilusiones en un panorama devastado. Quién diría que sólo se trata de un juego.