«España es la salvación. Poder seguir viviendo»
Hija de un exmilitar, tuvieron que huir en 1997. Nunca se ha puesto un burka, habla castellano fetén, y hace dos años se casó como soñaba: con un afgano como ella, en Kabul. Por lo civil. Los talibanes la arrastrarían. Tienen allí docenas de familiares, temen no volver a verlos.
Laura L. CaroMina tiene el vestido blanco de novia comprado, durmiendo en el armario de su piso de Coslada, un municipio a las afueras de Madrid no lejos de Barajas. Casarse, lo que es a efectos civiles, ya lo hizo el 27 de julio de 2019 allí, ahí en su Kabul natal y con el hombre del que se enamoró, como tiene que ser: Mohammad Murtaza Hotak, afgano como ella y junto al que acaba de saber que esperan un bebé. Pero el matrimonio consagrado a ojos de Alá, la boda de verdad con su traje nupcial de las mil y una noches y las dos familias grandes, - tan añoradas, tan rasgadas por la diáspora, unos en Holanda, otros en Suiza, en Alemania. .. -, la ceremonia con todos juntos como testigos prevista allí para el pasado verano, ya no va a ser.
Primero fue el aplazamiento por el Covid. Ahora, el país de ambos se precipita a la prehistoria, arrojado al abismo por un fanatismo tan corrompido que no parece humano. El del Talibán, que sin dudar la lapidaría según esa perversión suya de la moral disipada, que solo cabe en cabezas enfermas o de malditos.
Mina Mohammad lleva expatriada en España más de veinte de sus 28 años. Nunca se ha puesto un burka. Se expresa en un castellano glorioso, se graduó en la Universidad Complutense en Gestión y Administración Pública, se pone lo que le parece, escote de pico, brazos y rodillas al aire, conduce y eso sí, en su casita pequeña de revista occidental, se habla dari, se cocina el recetario afgano, kabuli pulao, el sikh kebab, fragancias de cardamomo, pimienta, azafrán, clavo, - «solo hago comida española cuando me da pereza... un filete con patatas», bromea- y se respeta el Ramadán. Y estos días se respira la angustia por la catástrofe que está ocurriendo a 6.000 kilómetros , porque da la sensación de que Mina nunca ha dejado de estar allí, la nostalgia por lo no vivido, la aflicción por una tierra, quizás idealizada, a la que va a ser difícil que regrese.
«Han pedido a las mezquitas que les localicen a las viudas y las familias con niñas... para ellos, en estos 20 años las mujeres se han desviado y tienen que llevarlas por el buen camino... casarlas con un talibán, aunque tengan 12 años», informa Mina. Comunicar con Kabul se está haciendo imposible, pero eso le han dicho hace nada sus primas, las amigas, las cuñadas, todas en la veintena o ni siquiera. Pánico da. No salen de casa. Y eso que están en la capital... mejor no imaginar qué está ocurriendo en las zonas rurales, tan remotas en ese mapa afgano agreste y desvertebrado donde qué sabe nadie... Mina no quiere que se publiquen fotos en las que pueda reconocérsela, cuantas menos pistas, mejor por si allí alguien ata cabos y hacen daño a los suyos: no es fácil hacer la cuenta, doce tíos y tías carnales y sus familias, todo el entorno del marido. Ella se está hartando a mandar mails a los ministerios para intentar sacarles como sea . Se aguanta las lágrimas por segunda vez.
En la cara iluminada
La anterior ha sido hace unos minutos, recordando la primera ocasión en la que ella fue a Kabul, en 2013, aprovechado el espejismo de seguridad de estas dos décadas de presencia militar internacional. La primera de la que es consciente, cabe aclarar, porque allí vivió hasta los cuatro o cinco años cuando junto a su hermano Frogh de tan solo uno, fue sacada de huida en 1997 por su madre, Suhaila, y su padre, Wahid, teniente del Ejército Afgano. Empleo de héroe en la guerra contra los soviéticos que paradojica y automáticamente, les convirtió a todos en carne de presa para los fundamentalistas salvajes en cuanto se hicieron con el poder en 1996.
Cruzaron a Pakistán, él consiguió visado para España como refugiado y tras un par de años pudo traer a su familia, de modo que Mina aprendió el idioma con naturalidad infantil, en primaria. Todo ha sido así, en la escuela, el barrio, jamás ha sentido la punzada de la discriminación, insistirá sobre lo mismo muchas veces, sino la fortuna de tener oportunidades y de ser libre. Por eso en aquel viaje casi iniciático de hace ocho años, el que hizo a la ciudad donde nació nada mas obtener la nacionalidad española, protección por fin para volar sin sorpresas ida y vuelta, se quebró tanto. Y se quiebra acordándose. De qué manera.
Porque una cosa es que a una le pinten que Afganistán es así o asá, aunque tus seres queridos que están allí lleven toda la vida haciéndolo y lo hayas visto por internet y por la tele, y otra cosa diferente es mascar la miseria en riguroso directo. Que te interroguen los ojos del hambre y te rocen las manos mendicantes de las viudas con los harapos asomando por la muñeca y el hormiguero de chicos diminutos descalzos, otros con chanclas ajadas polvorientas del número 45... las malformaciones insoportables. Los desgraciados a los que les doblaron los huesos con vendas desde la cuna o cosas peores, porque de tullido o contrahecho se saca más limosna, el único pan al alcance. Aquello está olvidado de dios. Y tú en la cara iluminada del mundo...
«Estuve todo el tiempo en un mar de llanto, la pena por esa enorme pobreza: la gente pidiendo, los niños trabajando, limpiando zapatos, hombres mutilados, las mujeres. No tienen estudios, no tienen trabajo, no tienen ayuda», se duele.
En su salón impoluto en colores finos, confort y calma, se hace un silencio denso de conmoción. Aún sin tocar, en la mesa se enfría el té en sus vasitos de tulipán tan afganos junto a los dulces de la hospitalidad medioriental de la Mina se enorgullece como parte de su cultura amada y profunda, tan lejos, sin haberla podido disfrutar... . Hay que romper como sea el bucle amargo de la tristeza y volver.
-Aquí todo para ti ha sido diferente... en España
-Es la salvación. El poder seguir viviendo.
Pero no conviene engañarse. Mina ha tenido aquí una existencia que es continuidad de la que tuvo su madre hasta que los tarados del trabuco y la sharía le prohibieron de súbito ir a la Universidad donde estudiaba Periodismo. No hay choque, más allá del generacional, entre cómo creció la una allí y la otra aquí. «Ella estaba acostumbrada a vestir minifalda, iba con vaqueros y camiseta», rememora Mina. Llevaba, como las mujeres en toda Europa, el pelo al viento perfumado del optimismo de los 70, igual que se ve en la foto mítica de Laurence Burn de tres amigas por Kabul, que bien podrían ser tres chicas ye-yé de la España de Conchita Velasco. Hasta que se acabó lo que había con la incursión rusa y luego la hecatombe esta sin fin.
Los primos de Villar
El éxodo de los afganos no es nuevo. En realidad hace décadas que están yéndose de su propio país, hay más de cinco millones repartidos por todo el planeta. La familia de Mina tuvo que puentear la fatalidad para tener el futuro que les tocaba, uno de gente normal, pero continente y medio más allá de donde tenía que haber sucedido. Ni más ni menos. Aunque se dice muy pronto.
Este final de agosto, Suhaila y Wahid están pasándolos en la playa, como la gente normal, y es la hija quien narra que salieron siendo los dos muy jóvenes de Kabul, con lo puesto, medio disfrazados, escondiendo el rostro, hacia la frontera más cercana que queda al este, por Jalalabad.
Una vez en España, el padre militar encontró trabajo en la obra, la madre, que venía de estar empleada en una farmacéutica alemana, se dedicó al hogar. Tuvieron el respaldo de los primos de él, que ya estaban instalados en Villar del Olmo, un pueblecito minúsculo cerca del límite de la Comunidad de Madrid con la provincia de Cuenca. Ese soporte fraterno fue la clave por la que decidieran venir a este país y no a otro. Les ofrecieron techo, lo que hiciera falta... Ayuda pública, como tal, conserva Mina la memoria de un aviso de Cruz Roja para que fueran a por mantas a la cercana Campo Real, poco más.
No, por entonces el sistema público español de acogida a refugiados no era ni mucho menos el de hoy , cuando la asistencia que ofrece el Estado a través de las ONGs es en el ámbito de lo legal, psicológico, económico, sanitario, educacional -lingüístico incluida- alimentario, habitacional hasta donde los recursos dan de sí. Y si no, cuando pueden echan además una mano los ayuntamientos, las comunidades, la Iglesia, las fundaciones.
Bien lo sabe Mina, que en medio de sus vacaciones de agosto ha estado yendo y viniendo esta última semana a la base aérea de Torrejón de Ardoz para ejercer de traductora voluntaria -sin cobrar, hay que sonsacárselo, pero la realidad es que no ha querido cobrar- en el recibimiento a sus compatriotas. Aterrizan desorientados y con el temblor todavía en el cuerpo de haber escapado de una película de terror.
-¿Qué dicen, qué te preguntan?
-Vienen muy perdidos, desesperados, quieren saber cuánro van a estar en la base, dónde irán después, cómo es la gente de España...
-¿Y bien?
«Si llevamos veinte años aquí es por algo». Deja la frase en suspenso y explica que en los viajes que ha hecho por Europa para reunirse con familiares, nunca ha faltado un episodio feo de desprecio. En Amsterdam, les recriminaron en público «este no es vuestro país» cuando les oyeron conversar en dari, el dialecto vernáculo que Mina ha seguido hablando de toda la vida con sus padres y ahora con su marido. Los primeros «no aprendieron castellano del todo nunca, aunque se manejan», dice, pero cabe sospechar exceso de rigor en ese juicio, habida cuenta de que ella es bilingüe absoluta. Ahora está enseñando el idioma a Mohammad, que no lleva ni diez meses aquí y anda en esa fase en la que sabes más de lo que aparentas, pero todavía no te atreves por pudor.
En Alemania, añade por lo de los improperios desagradables, los vecinos les lanzaron un comentario hiriente subiendo por la escalera de camino a una visita, para que lo oyeran bien. De esto, nada en España les ha pasado, repite y repite. Mueve la cabeza de un lado al otro, hay que creerlo. Al poco de asentarse, hace ya 19 años que Wahid abrió en Coslada un negocio de kebab, ahora tiene dos, y no ha habido un incidente, una mala palabra y mira que han tratado clientes y clientes. Con los que, por cierto, algún castellano habrá tenido que dominar, por mucho que la hija le parezca que se quedó en el intento.
Tampoco ningún problema por la práctica de su religión, «hasta donde podemos», dice, y se explica, no es fácil el rezo cinco veces debido a las obligaciones, pero también se esfuerzan por cumplir los preceptos, la caridad, el «no hacer daño», del Islam. Defiende que el libro sagrado musulmán «da a la mujer derecho a estudiar, a casarse con quien le dé la gana, al divorcio, a heredar, predica el amor», en absoluto el flagelo de muerte empapado de sangre que agitan los talibanes, esos ignorantes..., haciendo creer al mundo que lo suyo es el Corán.
Esa incógnita de por qué les han dejado vivos siendo como son una facción corrosiva y asesina surge, cómo no. Todo el tiempo de presencia de las tropas internacionales siempre estuvieron haciendo de las suyas, a Mina no le engatusó la propaganda feliz de la paz y la democracia. Ha sido consciente de la verdad que no se contaba. Una de sus tías maternas, directora de una escuela, tuvo que marcharse por amenazas en 2016, cuando los norteamericanos llevaban tres lustros campando por Afganistán en misión antiterrorista. O era de estabilización. Acobardada tuvo que irse a Alemania con su esposo, que había sido ministro de Sanidad. Él está estudiando, sin trabajo, y por lo visto, perciben una paga muy baja, tres duros...
No queda otra que renunciar a lo que se tuvo y partir de cero en tantas cosas, se resigna Mina. «No queda otra». Tiene a su marido consigo en Madrid desde noviembre de 2020. Es campeón nacional de Afganistán de whusu, un arte marcial que le llevó de competición en competición por todo el mundo. Alejado de su carrera deportiva, va al gimnasio, de momento está dado de alta en el restaurante del suegro. Y eso ha sido después de un periplo burocrático de meses en busca de la residencia: partida de nacimiento, documento de identificación, certificados de soltería, de matrimonio, bien sellado por la autoridad, todo con traductor jurado del afgano a español. Un dineral. La entrevista del juez a Mina, cómo se conocieron, mire fue ese verano de 2016 en que pasé dos meses en Kabul, nuestros padres habían sido amigos de siempre, seguimos hablando y a principio de 2019, por fin el compromiso. Se eligieron mutuamente, eso en el Afganistán de las nupcias por la fuerza lo pueden decir muy pocas.
Ella tenía más que claro que se casaría con un hombre afgano, que se toman esto del matrimonio en serio, no como un pasatiempo líquido, cada uno por su lado a la mínima y adiós. Por no mencionar, que no lo hace, ese concepto de la intimidad ajeno a la pureza y la espera. «Él me entiende», resume de Mohammad. Que lo ha comprendido perfectamente, porque sonríe.
La resolución salió que sí, a traducir el papeleo de vuelta y para Afganistán. A cien euros cada sobre de correos, una ruina. El 13 de marzo de 2020 está todo okey. Y el 14 de marzo se paraliza el globo entero por la pandemia.
La felicidad y el abatimiento se entrecruzan otra vez en el piso luminoso de Coslada. Mina habla por él, «está contento en parte, ha dejado de vivir con miedo: en Afganistán, salir a la calle es no saber si vas a volver vivo». Aquí es impensable, España es la salvación, pero en esa ruleta de delincuencia y de represión ha dejado atrás a los padres, Zalmai y Mari, más tres hermanos. «Si tuviera que ponerme un burka para que Mohammed pudiera verles, lo haría», dice ella. Sin dudarlo.