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La maternidad en relación con la Alianza

19. Volvemos en nuestra reflexión al paradigma bíblico de la «mujer» tomado del Protoevangelio. La «mujer», como madre y como primera educadora del hombre (la educación es la dimensión espiritual del ser padres), tiene una precedencia específica sobre el hombre. Si su maternidad, considerada ante todo en sentido biofísico, depende del hombre, ella imprime un «signo» esencial sobre todo el proceso del hacer crecer como personas los nuevos hijos e hijas de la estirpe humana. La maternidad de la mujer, en sentido biofísico, manifiesta una aparente pasividad: el proceso de formación de una nueva vida «tiene lugar» en ella, en su organismo, implicándolo profundamente. Al mismo tiempo, la maternidad bajo el aspecto personal-ético expresa una creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera decisiva la misma humanidad de la nueva criatura. También en este sentido la maternidad de la mujer representa una llamada y un desafío especial dirigidos al hombre y a su paternidad.

El paradigma bíblico de la «mujer» culmina en la maternidad de la Madre de Dios. Las palabras del Protoevangelio: «Pondré enemistad entre ti y la mujer», encuentran aquí una nueva confirmación. He aquí que Dios inicia en ella, con su «fiat» materno («hágase en mí»), una nueva alianza con la humanidad. Esta es la Alianza eterna y definitiva en Cristo, en su cuerpo y sangre, en su cruz y resurrección. Precisamente porque esta Alianza debe cumplirse «en la carne y la sangre» su comienzo se encuentra en la Madre. El «Hijo del Altísimo» solamente gracias a ella, gracias a su «fiat» virginal y materno, puede decir al Padre: «Me has formado un cuerpo. He aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad» (cf. Heb 10, 5. 7).

En el orden de la Alianza que Dios ha realizado con el hombre en Jesucristo ha sido introducida la maternidad de la mujer. Y cada vez, todas las veces que la maternidad de la mujer se repite en la historia humana sobre la tierra, está siempre en relación con la Alianza que Dios ha establecido con el género humano mediante la maternidad de la Madre de Dios.

¿Acaso no se demuestra esta realidad en la misma respuesta de Jesús al grito de aquella mujer en medio de la multitud, que lo alababa por la maternidad de su Madre: «Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron»? Jesús respondió: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 27-28 ). Jesús confirma el sentido de la maternidad referida al cuerpo; pero al mismo tiempo indica un sentido aún más profundo, que se relaciona con el plano del espíritu: la maternidad es signo de la Alianza con Dios, que «es espíritu» (Jn 4, 24). Tal es, sobre todo, la maternidad de la Madre de Dios. También la maternidad de cada mujer, vista a la luz del Evangelio, no es solamente «de la carne y de la sangre», pues en ella se manifiesta la profunda «escucha de la palabra del Dios vivo» y la disponibilidad para «custodiar» esta Palabra, que es «palabra de vida eterna» (cf. Jn 6, 68). En efecto, son precisamente los nacidos de las madres terrenas, los hijos y las hijas del género humano, los que reciben del Hijo de Dios el poder de llegar a ser «hijos de Dios» (Jn 1, 12). La dimensión de la nueva Alianza en la sangre de Cristo ilumina el generar humano, convirtiéndolo en realidad y cometido de «nuevas criaturas» (cf. 2 Cor 5, 17). Desde el punto de vista de la historia de cada hombre, la maternidad de la mujer constituye el primer umbral, cuya superación condiciona también «la revelación de los hijos de Dios» (cf. Rom 8, 19).

«La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora, pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21). La primera parte de estas palabras de Cristo se refieren a «los dolores del parto», que pertenecen a la herencia del pecado original; pero al mismo tiempo indican la relación que existe entre la maternidad de la mujer y el misterio pascual. En efecto, en dicho misterio está contenido también el dolor de la Madre bajo la Cruz; la Madre que participa mediante la fe en el misterio desconcertante del «despojo» del propio Hijo. «Esta es, quizás, la "kénosis" más profunda de la fe en la historia de la humanidad».(40)

Contemplando esta Madre, a la que «una espada ha atravesado el corazón» (cf. Lc 2, 35), el pensamiento se dirige a todas las mujeres que sufren en el mundo, tanto física como moralmente. En este sufrimiento desempeña también un papel particular la sensibilidad propia de la mujer, aunque a menudo ella sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre. Es difícil enumerar y llamar por su nombre cada uno de estos sufrimientos. Baste recordar la solicitud materna por los hijos, especialmente cuando están enfermos o van por mal camino, la muerte de sus seres queridos, la soledad de las madres olvidadas por los hijos adultos, la de las viudas, los sufrimientos de las mujeres que luchan solas para sobrevivir y los de las mujeres que son víctimas de injusticias o de explotación. Finalmente están los sufrimientos de la conciencia a causa del pecado que ha herido la dignidad humana o materna de la mujer; son heridas de la conciencia que difícilmente cicatrizan. También con estos sufrimientos es necesario ponerse junto a la cruz de Cristo.

Pero las palabras del Evangelio sobre la mujer que sufre, cuando le llega la hora de dar a luz un hijo, expresan inmediatamente el gozo: «el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo». Este gozo también está relacionado con el misterio pascual, es decir, con aquel gozo que reciben los Apóstoles el día de la resurrección de Cristo: «También vosotros estáis tristes ahora» (estas palabras fueron pronunciadas la víspera de la pasión); «pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16, 22).

La virginidad por el Reino

20. En las enseñanzas de Cristo la maternidad está unida a la virginidad, aunque son cosas distintas. A este propósito, es fundamental la frase de Jesús dicha en el coloquio sobre la indisolubilidad del matrimonio. Al oír la respuesta que el Señor dio a los fariseos, los discípulos le dicen: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Prescindiendo del sentido que aquel «no trae cuenta» tuviera entonces en la mente de los discípulos, Cristo aprovecha la ocasión de aquella opinión errónea para instruirles sobre el valor del celibato; distingue el celibato debido a defectos naturales —incluidos los causados por el hombre— del «celibato por el Reino de los cielos». Cristo dice: «Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos» (Mt 19, 12). Por consiguiente, se trata de un celibato libre, elegido por el Reino de los cielos, en consideración de la vocación escatológica del hombre a la unión con Dios. Y añade: «Quien pueda entender, que entienda». Estas palabras son reiteración de lo que había dicho al comenzar a hablar del celibato (cf. Mt 19, 11). Por tanto este celibato por el Reino de los cielos no es solamente fruto de una opción libre por parte del hombre, sino también de una gracia especial por parte de Dios, que llama a una persona determinada a vivir el celibato. Si éste es un signo especial del Reino de Dios que ha de venir, al mismo tiempo sirve para dedicar a este Reino escatológico todas las energías del alma y del cuerpo de un modo exclusivo, durante la vida temporal.

Las palabras de Jesús son la respuesta a la pregunta de los discípulos. Están dirigidas directamente a aquellos que hicieron la pregunta y que en este caso eran sólo hombres. No obstante, la respuesta de Cristo, en sí misma, tiene valor tanto para los hombres como para las mujeres y, en este contexto, indica también el ideal evangélico de la virginidad, que constituye una clara «novedad» en relación con la tradición del Antiguo Testamento. Esta tradición ciertamente enlazaba de alguna manera con la esperanza de Israel, y especialmente de la mujer de Israel, por la venida del Mesías, que debía ser de la «estirpe de la mujer». En efecto, el ideal del celibato y de la virginidad como expresión de una mayor cercanía a Dios no era totalmente ajeno en ciertos ambientes judíos, sobre todo en los tiempos que precedieron inmediatamente a la venida de Jesús. Sin embargo, el celibato por el Reino, o sea, la virginidad, es una novedad innegable vinculada a la Encarnación de Dios.

Desde el momento de la venida de Cristo la espera del Pueblo de Dios debe dirigirse al Reino escatológico que ha de venir y en el cual él mismo ha de introducir «al nuevo Israel». En efecto, para realizar un cambio tan profundo en la escala de valores, es indispensable una nueva conciencia de la fe, que Cristo subraya por dos veces: «Quien pueda entender, que entienda»; esto lo comprenden solamente «aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11). María es la primera persona en la que se ha manifestado esta nueva conciencia, ya que pregunta al ángel: «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34). Aunque «estaba desposada con un hombre llamado José» (cf. Lc 1, 27), ella estaba firme en su propósito de virginidad, y la maternidad que se realizó en ella provenía exclusivamente del «poder del Altísimo», era fruto de la venida del Espíritu Santo sobre ella (cf. Lc 1, 35). Esta maternidad divina, por tanto, es la respuesta totalmente imprevisible a la esperanza humana de la mujer en Israel: esta maternidad llega a María como un don de Dios mismo. Este don se ha convertido en el principio y el prototipo de una nueva esperanza para todos los hombres según la Alianza eterna, según la nueva y definitiva promesa de Dios: signo de la esperanza escatológica.

Teniendo como base el Evangelio se ha desarrollado y profundizado el sentido de la virginidad como vocación también de la mujer, con la que se reafirma su dignidad a semejanza de la Virgen de Nazaret. El Evangelio propone el ideal de la consagración de la persona, es decir, su dedicación exclusiva a Dios en virtud de los consejos evangélicos, en particular los de castidad, pobreza y obediencia, cuya encarnación más perfecta es Jesucristo mismo. Quien desee seguirlo de modo radical opta por una vida según estos consejos, que se distinguen de los mandamientos e indican al cristiano el camino de la radicalidad evangélica. Ya desde los comienzos del cristianismo hombres y mujeres se han orientado por este camino, pues el ideal evangélico se dirige al ser humano sin ninguna diferencia en razón del sexo.

En este contexto más amplio hay que considerar la virginidad también como un camino para la mujer; un camino en el que, de un modo diverso al matrimonio, ella realiza su personalidad de mujer. Para comprender esta opción es necesario recurrir una vez más al concepto fundamental de la antropología cristiana. En la virginidad libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es decir, como un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio(41) y, al mismo tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad, convirtiéndose en «don sincero» a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor del hombre y Esposo de las almas: un don «esponsal». No se puede comprender rectamente la virginidad, la consagración de la mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal; en efecto, en tal amor la persona se convierte en don para el otro.(42) Por otra parte, de modo análogo ha de entenderse la consagración del hombre en el celibato sacerdotal o en el estado religioso.

La natural disposición esponsal de la personalidad femenina halla una respuesta en la virginidad entendida así. La mujer, llamada desde el «principio» a ser amada y a amar, en la vocación a la virginidad encuentra sobre todo a Cristo, como el Redentor que «amó hasta el extremo» por medio del don total de sí mismo y ella responde a este don con el «don sincero» de toda su vida. Se da al Esposo divino y esta entrega personal tiende a una unión de carácter propiamente espiritual: mediante la acción del Espíritu Santo se convierte en «un solo espíritu» con Cristo-Esposo (cf. 1 Cor 6, 17).

Este es el ideal evangélico de la virginidad, en el que se realizan de modo especial tanto la dignidad como la vocación de la mujer. En la virginidad entendida así se expresa el llamado radicalismo del Evangelio: Dejarlo todo y seguir a Cristo (cf. Mt 19, 27), lo cual no puede compararse con el simple quedarse soltera o célibe, pues la virginidad no se limita únicamente al «no», sino que contiene un profundo «sí» en el orden esponsal: el entregarse por amor de un modo total e indiviso.

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