La maternidad según el espíritu
21. La virginidad en el sentido evangélico
comporta la renuncia al matrimonio y, por tanto, también a la maternidad física. Sin
embargo la renuncia a este tipo de maternidad, que puede comportar incluso un gran
sacrificio para el corazón de la mujer, se abre a la experiencia de una maternidad en
sentido diverso: la maternidad «según el espíritu» (cf. Rom 8, 4). En
efecto, la virginidad no priva a la mujer de sus prerrogativas. La maternidad espiritual
reviste formas múltiples. En la vida de las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven
según el carisma y las reglas de los diferentes Institutos de carácter apostólico,
dicha maternidad se podrá expresar como solicitud por los hombres, especialmente por los
más necesitados: los enfermos, los minusválidos, los abandonados, los huérfanos, los
ancianos, los niños, los jóvenes, los encarcelados y, en general, los marginados. Una
mujer consagrada encuentra de esta manera al Esposo, diferente y único en todos y en
cada uno, según sus mismas palabras: «Cuanto hicisteis a uno de éstos ... a mí me lo
hicisteis» (Mt 25, 40). El amor esponsal comporta siempre una disponibilidad
singular para volcarse sobre cuantos se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio
esta disponibilidad aún estando abierta a todos consiste de modo particular
en el amor que los padres dan a sus hijos. En la virginidad esta disponibilidad está
abierta a todos los hombres, abrazados por el amor de Cristo Esposo.
En relación con Cristo, que es el Redentor de
todos y de cada uno, el amor esponsal, cuyo potencial materno se halla en el corazón de
la mujer-esposa virginal, también está dispuesto a abrirse a todos y a cada uno. Esto se
verifica en las Comunidades religiosas de vida apostólica de modo diverso que en las de
vida contemplativa o de clausura. Existen además otras formas de vocación a la
virginidad por el Reino, como, por ejemplo, los Institutos Seculares, o las Comunidades de
consagrados que florecen dentro de los Movimientos, Grupos o Asociaciones; en todas estas
realidades, la misma verdad sobre la maternidad espiritual de las personas que
viven la virginidad halla una configuración multiforme. Pero no se trata aquí solamente
de formas comunitarias, sino también de formas extracomunitarias. En definitiva la
virginidad, como vocación de la mujer, es siempre la vocación de una persona concreta e
irrepetible. Por tanto, también la maternidad espiritual, que se expresa en esta
vocación, es profundamente personal.
Sobre esta base se verifica también un acercamiento
específico entre la virginidad de la mujer no casada y la maternidad de
la mujer casada. Este acercamiento va no sólo de la maternidad a la virginidad como
ha sido puesto de relieve anteriormente sino que va también de la virginidad hacia
el matrimonio, entendido como forma de vocación de la mujer por el que ésta se convierte
en madre de los hijos nacidos de su seno. El punto de partida de esta segunda analogía es
el sentido de las nupcias. En efecto, una mujer «se casa» tanto mediante el
sacramento del matrimonio como, espiritualmente, mediante las nupcias con Cristo. En
uno y otro caso las nupcias indican la «entrega sincera de la persona» de la esposa
al esposo. De este modo puede decirse que el perfil del matrimonio tiene su raíz
espiritual en la virginidad. Y si se trata de la maternidad física ¿no debe quizás ser
ésta también una maternidad espiritual, para responder a la verdad global sobre el
hombre que es unidad de cuerpo y espíritu? Existen, por lo tanto, muchas razones para
entrever en estos dos caminos diversos dos vocaciones diferentes de vida en la
mujer una profunda complementariedad e incluso una profunda unión en el interior de
la persona.
«Hijos míos, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto»
22. El Evangelio revela y permite entender
precisamente este modo de ser de la persona humana. El Evangelio ayuda a cada mujer
y a cada hombre a vivirlo y, de este modo, a realizarse. Existe, en efecto, una total
igualdad respecto a los dones del Espíritu Santo y las «maravillas de Dios» (Act 2,
11). Y no sólo esto. Precisamente ante las «maravillas de Dios» el Apóstol-hombre
siente la necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad
sobre su propio servicio apostólico. Así se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a
los Gálatas con estas palabras: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto» (Gál 4, 19). En la primera Carta a los Corintios (7, 38) el
apóstol anuncia la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio doctrina
constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como leemos en el evangelio de
San Mateo (19, 10-12), pero sin ofuscar de ningún modo la importancia de la
maternidad física y espiritual. En efecto, para ilustrar la misión fundamental de la
Iglesia, el Apóstol no encuentra algo mejor que la referencia a la maternidad.
Un reflejo de la misma analogía y de la
misma verdad lo hallamos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. María
es la «figura» de la Iglesia:(43) «Pues en el misterio de la Iglesia, que con
razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose
de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre (...)
Engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó primogénito
entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y
educación coopera con amor materno».(44) «La Iglesia, contemplando su profunda santidad
e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también
madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y
el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del
Espíritu Santo y nacidos de Dios».(45) Se trata de la maternidad «según el espíritu»
en relación con los hijos y las hijas del género humano. Y tal maternidad como ya
se ha dicho es también la «parte» de la mujer en la virginidad. La Iglesia «es
igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo».(46)
Esto se realiza plenamente en María. La Iglesia, por consiguiente, «a imitación de la
Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe
íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera».(47)
El Concilio ha confirmado que si no se recurre a la
Madre de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia, su realidad, su
vitalidad esencial. Indirectamente hallamos aquí la referencia al paradigma
bíblico de la «mujer», como se delinea claramente ya en la descripción del
«principio» (cf. Gén 3, 15) y a lo largo del camino que va de la
creación pasando por el pecado hasta la redención. De este modo se confirma
la profunda unión entre lo que es humano y lo que constituye la economía divina de la
salvación en la historia del hombre. La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede
lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es «humano», sin una
adecuada referencia a lo que es «femenino». Así sucede, de modo análogo, en la
economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la
historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio
de la «mujer»: virgen-madre-esposa.
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