Guardianas del mensaje evangélico
15. El modo de actuar de Cristo, el Evangelio de
sus obras y de sus palabras, es un coherente reproche a cuanto ofende la
dignidad de la mujer. Por esto, las mujeres que se encuentran junto a Cristo se descubren
a sí mismas en la verdad que él «enseña» y que él «realiza», incluso cuando ésta
es la verdad sobre su propia «pecaminosidad». Por medio de esta verdad ellas se
sienten «liberadas», reintegradas en su propio ser; se sienten amadas por un «amor
eterno», por un amor que encuentra la expresión más directa en el mismo Cristo. Estando
bajo el radio de acción de Cristo su posición social se transforma; sienten que Jesús
les habla de cuestiones de las que en aquellos tiempos no se acostumbraba a discutir con
una mujer. Un ejemplo, en cierto modo muy significativo al respecto, es el de la Samaritana
en el pozo de Siquem. Jesús que sabe en efecto que es pecadora y de ello le
habla dialoga con ella sobre los más profundos misterios de Dios. Le habla
del don infinito del amor de Dios, que es como «una fuente que brota para la vida
eterna» (Jn 4, 14); le habla de Dios que es Espíritu y de la verdadera
adoración, que el Padre tiene derecho a recibir en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,
24); le revela, finalmente, que Él es el Mesías prometido a Israel (cf. Jn 4,
26).
Estamos ante un acontecimiento sin precedentes;
aquella mujer que además es una «mujer-pecadora» se convierte en
«discípula» de Cristo; es más, una vez instruída, anuncia a Cristo a los habitantes
de Samaria, de modo que también ellos lo acogen con fe (cf. Jn 4, 39-42). Es éste
un acontecimiento insólito si se tiene en cuenta el modo usual con que trataban a las
mujeres los que enseñaban en Israel; pero, en el modo de actuar de Jesús de Nazaret un
hecho semejante es normal. A este propósito, merecen un recuerdo especial las hermanas de
Lázaro; «Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro» (cf. Jn 11, 5).
María, «escuchaba la palabra» de Jesús; cuando fue a visitarlos a su casa él mismo
definió el comportamiento de María como «la mejor parte» respecto a la preocupación
de Marta por las tareas domésticas (cf. Lc 10, 38-42). En otra ocasión, la misma
Marta después de la muerte de Lázaro se convierte en interlocutora de
Cristo y habla acerca de las verdades más profundas de la revelación y de la fe.
«Señor si hubieras estado aquí no habría
muerto mi hermano».
«Tu hermano resucitará».
«Ya sé que resucitará en la
resurrección, el último día».
Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección. El que
cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás.
¿Crees esto?».
«Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (Jn 11, 21-27).
Después de esta profesión de fe Jesús resucitó
a Lázaro. También el coloquio con Marta es uno de los más importantes del Evangelio.
Cristo habla con las mujeres acerca de las cosas de
Dios y ellas le comprenden; se trata de una auténtica sintonía de mente y de corazón,
una respuesta de fe. Jesús manifiesta aprecio por dicha respuesta, tan «femenina», y
como en el caso de la mujer cananea (cf. Mt 15, 28) también
admiración. A veces propone como ejemplo esta fe viva impregnada de amor; él enseña,
por tanto, tomando pie de esta respuesta femenina de la mente y del corazón. Así
sucede en el caso de aquella mujer «pecadora» en casa del fariseo, cuyo modo de actuar
es el punto de partida por parte de Jesús para explicar la verdad sobre la remisión de
los pecados: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A
quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc 7, 47). Con ocasión de otra
unción Jesús defiende, delante de sus discípulos y, en particular, de Judas, a la mujer
y su acción: «¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues una "obra buena" ha
hecho conmigo (...) al derramar ella este ungüento sobre mi cuerpo, en vista de mi
sepultura lo ha hecho. Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el
mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mt
26, 6-13).
En realidad los Evangelios no sólo describen lo
que ha realizado aquella mujer en Betania, en casa de Simón el leproso, sino que,
además, ponen en evidencia que, en el momento de la prueba definitiva y decisiva para
toda la misión mesiánica de Jesús de Nazaret, a los pies de la Cruz estaban en
primer lugar las mujeres. De los apóstoles sólo Juan permaneció fiel; las mujeres
eran muchas. No sólo estaba la Madre de Cristo y «la hermana de su madre, María, mujer
de Clopás, y María Magdalena» (Jn 19, 25), sino que «había allí muchas
mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para
servirle» (Mt 27, 55). Como podemos ver, en ésta que fue la prueba más dura de
la fe y de la fidelidad las mujeres se mostraron más fuertes que los apóstoles; en los
momentos de peligro aquellas que «aman mucho» logran vencer el miedo. Antes de esto
habían estado las mujeres en la vía dolorosa, «que se dolían y se lamentaban
por él» (Lc 23, 27). Y antes aun había intervenido también la mujer de
Pilatos, que advirtió a su marido: «No te metas con ese justo, porque hoy he sufrido
mucho en sueños por su causa» (Mt 27, 19).
Las primeras testigos de la resurrección
16. Desde el principio de la misión de Cristo, la
mujer demuestra hacia él y hacia su misterio una sensibilidad especial, que
corresponde a una característica de su femineidad . Hay que decir
también que esto encuentra una confirmación particular en relación con el misterio
pascual; no sólo en el momento de la crucifixión sino también el día de la
resurrección. Las mujeres son las primeras en llegar al sepulcro. Son las primeras
que lo encuentran vacío. Son las primeras que oyen: «No está aquí, ha resucitado como
lo había anunciado» (Mt 28, 6). Son las primeras en abrazarle los pies (cf. Mt
28, 9). Son igualmente las primeras en ser llamadas a anunciar esta verdad a los
apóstoles (cf. Mt 28, 1-10; Lc 24, 8-11). El Evangelio de Juan (cf.
también Mc 16, 9) pone de relieve el papel especial de María de Magdala. Es
la primera que encuentra a Cristo resucitado. Al principio lo confunde con el guardián
del jardín; lo reconoce solamente cuando él la llama por su nombre: «Jesús le dice:
"María". Ella se vuelve y le dice en hebreo: "Rabbuní" que
quiere decir: "Maestro". Dícele Jesús: "No me toques, que todavía
no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro
Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que
había visto al Señor y que había dicho estas palabras» (Jn 20, 16-18).
Por esto ha sido llamada «la apóstol de los
apóstoles».(38) Antes que los apóstoles, María de Magdala fue testigo ocular de Cristo
resucitado, y por esta razón fue también la primera en dar testimonio de él ante de
los apóstoles. Este acontecimiento, en cierto sentido, corona todo lo que se ha dicho
anteriormente sobre el hecho de que Jesús confiaba a las mujeres las verdades divinas, lo
mismo que a los hombres. Puede decirse que de esta manera se han cumplido las palabras del
Profeta: «Yo derramaré mi espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras
hijas profetizarán» (Jl 3, 1). Al cumplirse los cincuenta días de la resurrección
de Cristo, estas palabras encuentran una vez más confirmación en el cenáculo de
Jerusalén, con la venida del Espíritu Santo, el Paráclito (cf. Act 2, 17).
Lo dicho hasta ahora acerca de la actitud de Cristo
en relación con la mujer, confirma y aclara en el Espíritu Santo la verdad sobre la
igualdad de ambos hombre y mujer. Se debe hablar de una esencial «igualdad»,
pues al haber sido los dos tanto la mujer como el hombre creados a imagen y
semejanza de Dios, ambos son, en la misma medida, susceptibles de la dádiva de la verdad
divina y del amor en el Espíritu Santo. Los dos experimentan igualmente sus «visitas»
salvíficas y santificantes.
El hecho de ser hombre o mujer no comporta aquí
ninguna limitación, así como no limita absolutamente la acción salvífica y
santificante del Espíritu en el hombre el hecho de ser judío o griego, esclavo o libre,
según las conocidas palabras del Apóstol: «Porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál
3, 28). Esta unidad no anula la diversidad. El Espíritu Santo, que realiza esta
unidad en el orden sobrenatural de la gracia santificante, contribuye en igual medida al
hecho de que «profeticen vuestros hijos» al igual que «vuestras hijas». «Profetizar»
significa expresar con la palabra y con la vida «las maravillas de Dios» (cf. Act 2, 11),
conservando la verdad y la originalidad de cada persona, sea mujer u hombre. La
«igualdad» evangélica, la «igualdad» de la mujer y del hombre en relación con «las
maravillas de Dios», tal como se manifiesta de modo tan límpido en las obras y en las
palabras de Jesús de Nazaret, constituye la base más evidente de la dignidad y vocación
de la mujer en la Iglesia y en el mundo. Toda vocación tiene un sentido profundamente
personal y profético. Entendida así la vocación, lo que es personalmente
femenino adquiere una medida nueva: la medida de las «maravillas de Dios», de las que la
mujer es sujeto vivo y testigo insustituible.
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