Las mujeres del Evangelio
13. Recorriendo las páginas del Evangelio pasan
ante nuestros ojos un gran número de mujeres, de diversa edad y condición. Nos
encontramos con mujeres aquejadas de enfermedades o de sufrimientos físicos, como aquella
mujer poseída por «un espíritu que la tenía enferma; estaba encorvada y no podía en
modo alguno enderezarse» (Lc 13, 11), o como la suegra de Simón que estaba «en
cama con la fiebre» (Mc 1, 30), o como la mujer «que padecía flujo de sangre»
(cf. Mc 5, 25-34) y que no podía tocar a nadie porque pensaba que su contacto
hacía al hombre «impuro». Todas ellas fueron curadas, y la última, la hemorroisa, que
tocó el manto de Jesús «entre la gente» (Mc 5, 27), mereció la alabanza del
Señor por su gran fe: «Tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34). Encontramos también a
la hija de Jairo a la que Jesús hizo volver a la vida diciéndole con ternura:
«Muchacha, a ti te lo digo, levántate» (Mc 5, 41). En otra ocasión es la
viuda de Naim a la que Jesús devuelve a la vida a su hijo único, acompañando su
gesto con una expresión de afectuosa piedad: «Tuvo compasión de ella y le dijo:
"No llores"» (Lc 7, 13). Finalmente vemos a la mujer cananea, una figura
que mereció por parte de Cristo unas palabras de especial aprecio por su fe, su humildad
y por aquella grandeza de espíritu de la que es capaz sólo el corazón de una madre:
«Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). La mujer cananea
suplicaba la curación de su hija.
A veces las mujeres que encontraba Jesús, y que de
él recibieron tantas gracias, lo acompañaban en sus peregrinaciones con los apóstoles
por las ciudades y los pueblos anunciando el Evangelio del Reino de Dios; algunas de ellas
«le asistían con sus bienes». Entre éstas, el Evangelio nombra a Juana, mujer del
administrador de Herodes, Susana y «otras muchas» (cf. Lc 8, 1-3). En otras
ocasiones las mujeres aparecen en las parábolas con las que Jesús de
Nazaret explicaba a sus oyentes las verdades sobre el Reino de Dios; así lo vemos en la
parábola de la dracma perdida (cf. Lc 15, 8-10), de la levadura (cf. Mt 13,
33), de las vírgenes prudentes y de las vírgenes necias (cf. Mt 25, 1-13).
Particularmente elocuente es la narración del óbolo de la viuda. Mientras «los ricos
(...) echaban sus donativos en el arca del tesoro (...) una viuda pobre echaba allí dos
moneditas». En tonces Jesús dijo: «Esta viuda pobre ha echado más que todos
(...) ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir» (Lc 21, 1-4).
Con estas palabras Jesús la presenta como modelo, al mismo tiempo que la defiende, pues
en el sistema socio-jurídico de entonces las viudas eran unos seres totalmente indefensos
(cf. también Lc 18, 1-7).
En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo
de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual descriminación de la mujer,
propia del tiempo; por el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el
respeto y el honor debido a la mujer. La mujer encorvada es llamada «hija de
Abraham» (Lc 13, 16), mientras en toda la Biblia el título de «hijo de Abraham»
se refiere sólo a los hombres. Recorriendo la vía dolorosa hacia el Gólgota, Jesús
dirá a las mujeres: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí» Lc 23, 28). Este
modo de hablar sobre las mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una
clara «novedad» respecto a las costumbres dominantes entonces.
Todo esto resulta aún más explícito referido a
aquellas mujeres que la opinión común señalaba despectivamente como pecadoras:
pecadoras públicas y adúlteras. A la Samaritana el mismo Jesús dice: «Has tenido cinco
maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo». Ella, sintiendo que él sabía los
secretos de su vida, reconoció en Jesús al Mesías y corrió a anunciarlo a sus
compaisanos. El diálogo que precede a este reconocimiento es uno de los más bellos del
Evangelio (cf. Jn 4, 7-27).
He aquí otra figura de mujer: la de una pecadora
pública que, a pesar de la opinión común que la condena, entra en casa del fariseo para
ungir con aceite perfumado los pies de Jesús. Este, dirigiéndose al huésped que se
escandalizaba de este hecho, dirá de la mujer: «Quedan perdonados sus muchos pecados,
porque ha mostrado mucho amor» (cf. Lc 7, 37-47).
Y, finalmente, fijémonos en una situación que es
quizás la más elocuente: la de una mujer sorprendida en adulterio y que es
conducida ante Jesús. A la pregunta provocativa: «Moisés nos mandó en la ley apedrear
a estas mujeres. ¿Tú que dices?». Jesús responde: «Aquel de vosotros que esté sin
pecado que le arroje la primera piedra». La fuerza de la verdad contenida en tal
respuesta fue tan grande que «se iban retirando uno tras otro comenzando por los más
viejos». Solamente quedan Jesús y la mujer. «¿Dónde están? ¿Nadie te condena?»
«Nadie, Señor» «Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más»
(cf. Jn 8, 3-11).
Estos episodios representan un cuadro de gran
transparencia. Cristo es aquel que «sabe lo que hay en el hombre» (cf. Jn 2, 25),
en el hombre y en la mujer. Conoce la dignidad del hombre, el valor que tiene a
los ojos de Dios. El mismo Cristo es la confirmación definitiva de este valor. Todo
lo que dice y hace tiene cumplimiento definitivo en el misterio pascual de la redención.
La actitud de Jesús en relación con las mujeres que se encuentran con él a lo largo del
camino de su servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de Dios que, al crear
a cada una de ellas, la elige y la ama en Cristo (cf. Ef 1, 1-5 ). Por esto, cada
mujer es la «única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma», cada
una hereda también desde el «principio» la dignidad de persona precisamente como mujer.
Jesús de Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda, la renueva y hace de ella un
contenido del Evangelio y de la redención, para lo cual fue enviado al mundo. Es
necesario, por consiguiente, introducir en la dimensión del misterio pascual cada palabra
y cada gesto de Cristo respecto a la mujer. De esta manera todo tiene su plena
explicación.
La mujer sorprendida en adulterio
14. Jesús entra en la situación histórica y
concreta de la mujer, la cual lleva sobre sí la herencia del pecado. Esta
herencia se manifiesta en aquellas costumbres que discriminan a la mujer en favor del
hombre, y que está enraizada también en ella. Desde este punto de vista el episodio de
la mujer «sorprendida en edulterio» (cf. Jn 8, 3-11) se presenta particularmente
elocuente. Jesús, al final, le dice: «No peques más», pero antes él hace
conscientes de su pecado a los hombres que la acusan para poder lapidarla,
manifestando de esta manera su profunda capacidad de ver, según la verdad, las
conciencias y las obras humanas. Jesús parece decir a los acusadores: esta mujer con todo
su pecado ¿no es quizás también, y sobre todo, la confirmación de vuestras
transgresiones, de vuestra injusticia «masculina», de vuestros abusos?
Esta es una verdad válida para todo el género
humano. El hecho referido en el Evangelio de San Juan puede presentarse de nuevo en
cada época histórica, en innumerables situaciones análogas. Una mujer es dejada sola
con su pecado y es señalada ante la opinión pública, mientras detrás de este pecado
«suyo» se oculta un hombre pecador, culpable del «pecado de otra persona», es más,
corresponsable del mismo. Y sin embargo, su pecado escapa a la atención, pasa en
silencio; aparece como no responsable del «pecado de la otra persona». A veces se
convierte incluso en el acusador, como en el caso descrito en el Evangelio de San Juan,
olvidando el propio pecado. Cuántas veces, en casos parecidos, la mujer paga por
el propio pecado (puede suceder que sea ella, en ciertos casos, culpable por el pecado del
hombre como «pecado del otro»), pero solamente paga ella, y paga sola. ¡Cuántas
veces queda ella abandonada con su maternidad, cuando el hombre, padre del niño, no
quiere aceptar su responsabilidad! Y junto a tantas «madres solteras» en nuestra
sociedad, es necesario considerar además todas aquellas que muy a menudo, sufriendo
presiones de dicho tipo, incluidas las del hombre culpable, «se libran» del niño antes
de que nazca. «Se libran»; pero ¡a qué precio! La opinión pública actual intenta de
modos diversos «anular» el mal de este pecado; pero normalmente la conciencia de la
mujer no consigue olvidar el haber quitado la vida a su propio hijo, porque ella no
logra cancelar su disponibilidad a acoger la vida, inscrita en su «ethos» desde el
«principio».
A este respecto es significativa la actitud de
Jesús en el hecho descrito por San Juan (8, 3-11). Quizás en pocos momentos como
en éste se manifiesta su poder el poder de la verdad en relación con las
conciencias humanas. Jesús aparece sereno, recogido, pensativo. Su conocimiento de los
hechos, tanto aquí como en el coloquio con los fariseos (cf. Mt 19, 3-9), ¿no
está quizás en relación con el misterio del «principio», cuando el hombre fue creado
varón y mujer, y la mujer fue confiada al hombre con su diversidad femenina y también
con su potencial maternidad? También el hombre fue confiado por el Creador a la mujer.
Ellos fueron confiados recíprocamente el uno al otro como personas, creadas a
imagen y semejanza de Dios mismo. En esta entrega se encuentra la medida del amor, del
amor esponsal: para llegar a ser «una entrega sincera» del uno para el otro es necesario
que ambos se sientan responsables del don. Esta medida está destinada a los dos
hombre y mujer desde el «principio». Después del pecado original actúan en
el hombre y en la mujer unas fuerzas contrapuestas a causa de la triple concupiscencia, el
«aguijón del pecado». Ellas actúan en el hombre desde dentro. Por esto Jesús dirá en
el Sermón de la Montaña: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió
adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Estas palabras dirigidas
directamente al hombre muestran la verdad fundamental de su responsabilidad hacia la
mujer, hacia su dignidad, su maternidad, su vocación. Indirectamente estas palabras
conciernen también a la mujer. Cristo hacía todo lo posible para que, en el ámbito de
las costumbres y relaciones sociales del tiempo, las mujeres encontrasen en su enseñanza
y en su actuación la propia subjetividad y dignidad. Basándose en la eterna «unidad de
los dos», esta dignidad depende directamente de la misma mujer, como sujeto
responsable, y al mismo tiempo es «dada como tarea» al hombre. De modo coherente,
Cristo apela a la responsabilidad del hombre. En esta meditación sobre la dignidad y la
vocación de la mujer, hoy es necesario tomar como punto de referencia el planteamiento
que encontramos en el Evangelio. La dignidad de la mujer y su vocación como
también la del hombre encuentran su eterna fuente en el corazón de Dios y,
teniendo en cuenta las condiciones temporales de la existencia humana, se relacionan
íntimamente con la «unidad de los dos». Por tanto, cada hombre ha de mirar dentro de
sí y ver si aquélla que le ha sido confiada como hermana en la humanidad común, como
esposa, no se ha convertido en objeto de adulterio en su corazón; ha de ver si la que,
por razones diversas, es el co-sujeto de su existencia en el mundo, no se ha convertido
para él en un «objeto»: objeto de placer, de explotación.
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