La fortuna material de las Pinturas Negras
De las paredes de la Quinta al museo
La conclusión a la que llegamos cuando vemos las «Pinturas Negras» es que, tanto en el espíritu como en la factura, el adorno que ideó Goya para su casa estaba acorde con su edad, sus vivencias y su tiempo. Otra cosa es el impacto que ha tenido este conjunto en las generaciones posteriores, en el curso de las cuales ha sido creciente la admiración, llegando a ser consideradas expresión viva de nuestra contemporaneidad. La primera cuestión que se plantea entonces es para quien pintó Goya esas pinturas, ¿tuvo en mente la posteridad o simplemente era él su principal y único destinatario?
Las mejoras llevadas a cabo en el inmueble se entienden que las disfrutaría el pintor, pero también apuntan hacia una voluntad de transmisión de la casa, de hecho, se la legó a su nieto en vida, por lo que es evidente que el pintor tenía el sentimiento de herencia familiar a través de un patrimonio con proyección de futuro. Pero más allá de este sentimiento particular, Goya había participado en los debates sobre: la creación y la formación del artista; la libertad de la creación, la concepción del genio y el lugar de la imaginación; el factor tiempo y la fama.
La posteridad y el genio son dos conceptos que ocuparon a los pensadores en la segunda mitad del siglo XVIII. Si nos acercamos a la «Enciclopedia» de Diderot y D’Alambert, comprobamos que al genio le está reservada esa capacidad de trascender el tiempo y entablar el diálogo con generaciones venideras. Se trata de un ser privilegiado, capaz de superar prejuicios y barreras, de llegar a todos los hombres más allá de su tiempo, dejando precisamente a la posteridad la valoración última de su obra. En este contexto, no cabe duda de que la posteridad es la que ha ido avalorando cada vez más el conjunto pictórico de la Quinta del Sordo. En el devenir de la fortuna de la obra se comprueba cómo el atractivo del Goya ameno y colorista de los cartones para tapices, que transmitía esa aspiración a la felicidad fundamentada en la confianza de la razón y el progreso, ha ido cediendo paso al hombre apesadumbrado, cuya cosmogonía de tonalidades oscuras y acciones dislocadas parece no dejar sitio a la esperanza de un futuro mejor. En consecuencia, el gesto de Frédéric Émile d’Erlanger se entiende como expresión de la comprensión y el aprecio de una obra que merecía ser salvada para la posteridad y con este fin puso los medios que tenía a su alcance: arrancarlas de unos muros que amenazaban ruina y visibilizarlas en el principal escenario del arte del momento con el fin de sensibilizar a sus contemporáneos, la Exposición Universal de París de 1878.
No cabe duda de que la simple expresión “las pinturas fueron arrancadas” dibuja un escenario de agresión a la obra de arte que está en las antípodas de la sensibilidad actual en la que, la filosofía que mueve cualquier intervención en el patrimonio cultural, es la de mínima intervención y máxima conservación; es decir, la prioridad es que la obra de arte permanezca in situ y se disponga lo necesario para rodearla de un microclima que impida su deterioro. Pero en el pasado ni los medios ni la mentalidad eran estos. Por ejemplo, debido a las filtraciones de agua resultaba irreversible la ruina de las pinturas murales ejecutadas por Lucca Giordano en la sala del Casón del Buen Retiro en la que actualmente tiene instalada el Museo del Prado la biblioteca. Ante la inminente pérdida, hubo un llamamiento dramático del ilustrado Antonio Ponz cuando publicó en 1776 el volumen dedicado a Madrid de su «Viaje de España». Su voz fue escuchada y el 6 de agosto de 1777 se dio orden a José del Castillo para que restaurara, consolidara y copiara, bajo la dirección de Andrés de la Calleja, los mencionados frescos de Jordán: ante la eventualidad de su pérdida, siempre se conservarían para la posteridad copiadas en pintura y difundidas en grabado. En ese sentido, el hecho de que las Pinturas Negras fueran fotografiadas por Juan (Jean) Laurent y que Eduardo Gimeno y Canencia grabara cuatro de ellas para la revista «El Arte en España» en el último año de su vida —su objetivo era grabar todo el conjunto para lo cual procedió a hacer copias pictóricas—, responde a la sensibilidad y el espíritu de conservar memoria de ellas ante la amenaza de pérdida definitiva por el estado en que se encontraban y la imposibilidad de medios para proceder de otro modo. Visto desde esta perspectiva, la medida del Barón d’Erlanger era la única posible y hay que entenderla, ante todo, en términos de rescate y mecenazgo, pues la empresa no solo no fue acometida por el estado, sino que, como veremos, tampoco las autoridades competentes apreciaron lo ejecutado cuando fueron donadas con destino al Museo del Prado.
En cuanto al proceso llevado a cabo para arrancar las pinturas y transferirlas a un nuevo soporte, era un tipo de trabajo que se venía practicando con bastante frecuencia desde el siglo XVIII. Es más, entre las habilidades que entonces debía reunir un pintor, el cambio de soporte se sumó como una practica dentro de los trabajos de limpieza donde era común proceder a reavivar colores y rebarnizar. En el caso del Barón d’Erlanger, contrató los servicios de Salvador Martínez Cubells, un pintor de historia que llegaría a ser laureado en las exposiciones nacionales e internacionalmente. Martínez Cubells era restaurador del Museo del Prado desde 1869, de modo que d’Erlanger se dirigió al que por entonces se consideraba más cualificado; el pintor-restaurador llevó a cabo el trabajo, para el que contó con la ayuda de sus hermanos Enrique y Francisco, en el curso de los años 1874 y 1875 y cobró 42.500 pesetas.
Sobre el resultado solo cabe decir que ya en 1928 Aureliano de Beruete pensaba que las composiciones habían sufrido bastante en su trasferencia a tela; gracias a los recientes estudios de Carmen Garrido, Nigel Glendinning y Carlos Foradada podemos sintetizar el alcance de los cambios y la transformación que tuvo lugar en cada pieza del conjunto, teniendo en cuenta que ya por entonces Martínez Cubells gozaba de una reputación de restauración personalista. No obstante, en la época, el criterio de intervención para completar o “mejorar” la obra estaba generalizado y no afectaba sólo a la pintura.
En la misma década de los años sesenta del siglo XIX, utilizando como altavoz la misma revista «El Arte en España», se revalorizó la figura de Goya grabador en una dimensión que era tan desconocida como las Pinturas Negras: testigo y víctima de la guerra. La publicación de la primera edición de los «Desastres de la guerra», llevada a cabo por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1863, fue el punto de inflexión sobre la condición de afrancesado de Goya. Arturo Mélida, que redactó el artículo, lo exponía en estos términos:
Para proceder a la edición, todos los cobres sufrieron algún tipo de intervención. Se retocaron a punta seca, buril, aguafuerte e incluso se cambió completamente la composición: a la famosa estampa número 7, “Que valor!” —en la cual se ha querido sistemáticamente ver el retrato de Agustina de Aragón a pesar de ser una figura sin rostro—, se le añadió un fondo de aguatinta que tornó una imagen luminosa en un cuadro denso y oscuro. Es decir, se intervino en la obra original de un modo que en ningún caso ahora sería aceptable.
En cuanto a las Pinturas Negras, en opinión de Foradada la técnica de arranque que se empleó fue el «strappo» que es la más superficial: saca la capa pictórica pero, por lo general, no la capa de enlucido. Esta técnica es eficaz para grandes superficies y aconsejable si el muro no está bien cohesionado. Lógicamente, las pinturas de menor tamaño, como «Dos viejos comiendo», sufrieron menos en el proceso, otras como «La romería de San Isidro» tuvieron abundantes pérdidas y varias figuras fueron repintadas. A este respecto hay que señalar la presencia en varias de ellas —como «Judith y Holofernes», «Saturno» o la «Romería de San Isidro»—, de restos de los paisajes que decoraban las paredes de la casa; en otros casos, como «Atropos» o «Las Parcas», parece que Goya aprovechó e incorporó la composición del paisaje subyacente, siendo todavía visible en la actualidad. Estos vestigios ponen sobre la mesa la posible autoría por parte de Goya de estas pinturas, si bien todo parece indicar que no fueron obra suya pues, como argumenta Garrido, en los estudios estratigráficos llevados a cabo se advierte una fina capa intermedia, ligeramente grisácea, que corresponde a la suciedad acumulada entre la pintura al temple y la pintura al óleo de Goya, quien se puso a manos a la obra sin llevar a cabo ningún tipo de preparación previa de la superficie. Dicha capa de suciedad es fruto del tiempo y no había mediado suficiente entre la adquisición por parte del pintor y la ejecución de las pinturas para generarla.
Más allá de los numerosos repintes para suplir lagunas, en líneas generales se puede decir que, en la mayoría de las composiciones se alteró la articulación y el juego de luces, así como el modelado de las figuras, con lo que se cambiaron los efectos de volumen, movimiento e ilusionismo visual que tan importantes eran para Goya tras haber interiorizado la lección velazqueña. Por otro lado, se perdieron veladuras y Martínez Cubells mezcló pinceladas, además de tratar de reconstruir algunas partes donde el servilismo de la copia deviene en insistencias innecesarias, trazos torpes e inánimes, sin brío. Al comprobar estos cambios es difícil resistirse a poner la opinión que tenía el propio Goya al respecto. En enero de 1801 Pedro Cevallos, entonces Primer Secretario de Estado, le solicitó que se pronunciara sobre la intervención que Ángel Gómez Marañón estaba haciendo en algunas pinturas antiguas:
Por último, hay que tener en cuenta que Goya había reducido enormemente el color de la paleta. Los pigmentos empleados en las «Pinturas Negras» son: albayalde o blanco de plomo, negro carbón de madera de vid, bermellón de mercurio, azul de Prusia, oropimente, y una amplia gama de tierras ocres. Según Matheron, su primer biógrafo:
En el proceso de transferencia algunas pinturas se vieron reducidas de tamaño y el caso más dramático fue «El Aquelarre» que cambió literalmente de formato: si las medidas actuales de la pintura son 140,5 x 435 cm; Glendinning propone un tamaño de entre 141 y 144 de alto por 577 a 585 cm de largo, lo que afecta de manera ostensible a la composición. Este mismo estudioso piensa que incluso hubo un caso de censura en la pintura de «Saturno devorando a sus hijos» en la que Martínez Cubells extendió su intervención por toda la superficie pictórica, modificando el aspecto original del dios caníbal, especialmente en los genitales:
Otra de las pérdidas más significativas, aunque por otros motivos, es la que afectó al «Perro» que perdió parte del paisaje del fondo y sendos pajarillos que centraban la atención del animal. De sobra es sabida la afición a la caza que tenía Goya que por aquel entonces ya no podría practicar por la edad y achaques, pero al mirar el movimiento de las aves viene inmediatamente a la memoria el cartón para tapiz «Caza con reclamo» de 1775. Esta comparación permite además constatar la vertiginosa transformación que tuvo lugar en el modo de hacer del pintor desde entonces, cuestión que nos lleva a lo ocurrido con el «Duelo a garrotazos», pues si el perro no estaba hundido, como se ha interpretado en varias ocasiones, sino detrás de una loma, los gigantes que se enfrentan en mitad del campo tampoco estaban enterrados. Así los describe Charles Yriarte quien, como se ha dicho, vio las pinturas in situ:
En la fotografía de Laurent es claramente visible esa hierba que hoy ha desaparecido, pero, como ha subrayado Foradada, esta imagen testimonial también refuerza la cercanía compositiva entre estos gigantes que se agreden y «El coloso», donde además se da la proximidad del paisaje del fondo en el que adquieren especial protagonismo los toros. Y estas pinturas nos recuerdan una vez más que las obras llegan al museo desprovistas de su contexto cultural y material y se insertan en un nuevo espacio conceptual que impone su propio relato, quedando, a veces, indefensas a merced del gusto y las interpretaciones, en ocasiones oportunistas y carentes de rigor científico. Pero, por suerte en esta ocasión, nada es eterno y la mejor prueba es lo que ocurrió con las «Pinturas Negras» después de estar expuestas en París, donde parece que hubo buenas ofertas de compra que felizmente no llegaron a tener lugar.
El Barón d’Erlanger repatrió todo el conjunto y en 1881 lo donó generosamente al Estado español que lo aceptó por real orden del 20 de diciembre de ese año, adscribiéndolas a la colección del Museo del Prado. Pero la institución no estuvo a la altura, no supo apreciar el legado y todas las pinturas pasaron a engrosar los fondos del almacén sin llegar a exponerse. En 1897 el hijo del benefactor escribió al director del museo, Francisco Pradilla, quejándose de que ninguna cartela indicara la procedencia de las cuatro pinturas que estaban expuestas —«Paseo del Santo Oficio», «Asmodea», «Las Parcas» y «Duelo a garrotazos»—, y de que «Judith y Holofernes», «La lectura», «Saturno» y «Dos mujeres y un hombre» no estuvieran siquiera en el museo; habían sido cedidas en 1890 a Presidencia de Ministros para su adorno. Solicitada la devolución, en 1898 se expusieron por primera vez todas las «Pinturas Negras» en el Museo del Prado donde, con el tiempo, han pasado a ser piezas de referencia del pintor y de la propia institución, pero en un proceso más lento de lo puede parecer. Así comenzaba su libro Emiliano M. Aguilera, «Las Pinturas Negras de Goya (Historia, Interpretación y Crítica)», la primera monografía dedicada a las pinturas que vio la luz hacia 1935: