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¿Por qué hay dos tumbas de Francisco de Quevedo?

Se cumple un siglo de la sepultura apócrifa del ilustre escritor en Villanueva de los Infantes

Las autoridades e invitados, en el salón de sesiones del Ayuntamiento de Infantes, ante los restos atribuidos a Quevedo exhumados de la parroquia de San Andrés
Las autoridades e invitados, en el salón de sesiones del Ayuntamiento de Infantes, ante los restos atribuidos a Quevedo exhumados de la parroquia de San Andrés - Foto Portela
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Diez huesos de Francisco de Quevedo reposan desde 2007 dentro de una forja artesanal en la iglesia de San Andrés de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real). Apenas son una decena -los fémures derecho e izquierdo, el húmero derecho, la clavícula derecha y seis vértebras- pero al menos se sabe con seguridad que pertenecieron al autor del Buscón. Un grupo de investigadores de la Escuela de Medicina Legal de la Universidad Complutense de Madrid demostró su autenticidad, después de examinar cientos de restos de la cripta descubierta en 1995 bajo la Sala Capitular de dicha iglesia.

Sin embargo, en la misma localidad de Villanueva de los Infantes donde falleció el ilustre escritor fueron enterrados con gran solemnidad en 1920 otros pretendidos despojos suyos.

Autoridades civiles, eclesiásticas y militares, las corporaciones municipales de Infantes y de Torre de Juan Abad, diversas hermandades y numerosos invitados -entre ellos un redactor fotógrafo de Prensa Española-, así como un gentío enorme asistió a los funerales que se efectuaron por el alma del gran satírico y al posterior sepelio de aquellos restos que durante largos años habían permanecido insepultos «por un incalificable olvido», según ABC.

Fotografía que fue portada de ABC el 16 de junio de 1920 de la comitiva al salir de la iglesia de San Andrés para llevar los restos a la capilla del Calvario
Fotografía que fue portada de ABC el 16 de junio de 1920 de la comitiva al salir de la iglesia de San Andrés para llevar los restos a la capilla del Calvario - Foto Portela

El alcalde de Infantes Santiago Navarro Rodríguez los había encontrado en 1917, en una caja negra abandonada entre los boletines, gacetas, escrituras y demás papeles del archivo del Ayuntamiento, los «ajuares del infierno» que llamó Quevedo. Habían sido exhumados en 1869 de la iglesia de San Andrés, según un acta guardada también entre los legajos municipales.

Los artífices de la revolución de 1868 habían promovido la creación de un Panteón Nacional, «templo de la inmortalidad destinado a reunir los restos de todos los grandes hombres de España» y se invitó al alcalde de Villanueva de los Infantes a que se cerciorara de si «existían» los restos de Quevedo, para que fueran enviados a Madrid en caso afirmativo. El regidor se personó entonces junto con un médico en la capilla funeraria de los Bustos de la iglesia de San Andrés, donde había sido enterrado. Había nueve nichos, ocho de ellos con cuerpos vestidos con vestiduras eclesiásticas. Solo uno les pareció que podía ser de un seglar y esto bastó para que guardaran aquellos restos en una caja negra con letras grises que el alcalde había encargado para la ocasión y los mandaran a la capital.

«Ello es que los huesos del Caballero de la Tenaza vinieron a Madrid y yo asistí a la procesión en que fueron paseados los féretros de éste y de otros maravillosos glorificadores de España entre las filas de la Milicia nacional, para ser depositados en la iglesia de San Francisco», recordaba el escritor José Ortega Munilla (1856-1922). Pero aquella magna obra quedó en proyecto y con el tiempo las cajas fueron devueltas a sus lugares de origen. «Especie de profanación que no tiene ejemplo en la Historia -constató el ilustre colaborador de ABC-. Habían entrado en la capilla con honores. Fueron sacadas en el silencio, como un fardo del que nadie quería encargarse. Unos de esos osarios volvieron dignamente a su destino. Otros quedaron largos días en los almacenes de las estaciones de ferrocarriles y alguno llegó vacío a su lugar antiguo».

«Blanco y Negro» del 20 de junio de 1920+ info
«Blanco y Negro» del 20 de junio de 1920

La urna de Quevedo regresó calladamente a Villanueva de los Infantes y quedó abandonada durante medio siglo en el archivo municipal. Hasta que el alcalde Santiago Navarro dio con ella en 1917 y escribió al ministro de Instrucción Pública pidiendo indicaciones sobre qué hacer con los restos del famoso escritor. Ante la falta de respuesta, en 1920 se decidió darles una decorosa sepultura en la ermita del Calvario, con una lápida que rezaba: «Aquí yacen los restos del inmortal Don Francisco de Quevedo y Villegas...». De nada sirvieron las protestas de voces elocuentes como la de Ortega Munilla en ABC o la de Diego San José en «El Liberal», que sospechaban que aquellos despojos poco tenían que ver con el autor de «Los Sueños». «La fama severa y adusta del satírico no es compatible con la horrenda fábula de los sepulcros profanados», escribió el primero.

El 14 de junio de 1920, los traídos y llevados huesos fueron enterrados en la ermita del Calvario, bajo una losa que consagraba «una superchería», en palabras del Conde de Leyva.

Fachada del convento de Villanueva de los Infantes donde murió Quevedo+ info
Fachada del convento de Villanueva de los Infantes donde murió Quevedo

Quevedo murió el 8 de septiembre de 1645 en el convento de Santo Domingo y su cuerpo fue depositado en la capilla de los Bustos. Allí permaneció hasta que en 1796 esta capilla pasó a ser propiedad del Cabildo eclesiástico. Según Manuel Francisco Gallego, capellán del convento de religiosas franciscas de Villanueva de los Infantes, éste dispuso «ordenarla en forma más acomodada al entierro de sus individuos», pero «por carecer los comisionados e interventores de la obra de estas noticias, el sepulturero extrajo cuantos huesos había en ella y reunió los de Quevedo con los de los demás difuntos».

«Sabedor de ser aquella bóveda el depósito de nuestro Quevedo -relató el capellán- procuré informarme del sepulturero acerca de la disposición en que había hallado los restos, a lo que me contestó haber encontrado en un ataúd un esqueleto y que, disuelto a los primeros toques, lo mezcló con los de los otros difuntos».

El «Semanario Pintoresco Español» del 12 de febrero de 1854 recogió estas palabras de Francisco Gallego, que después reprodujo Ángel Fernández de los Ríos en un estudio biográfico. Y Ortega Munilla lo volvió a contar en ABC en 1917. «¿Cómo en 1869 fue trasladado a Madrid un féretro en el que se decía que estaba el cadáver de Quevedo? No lo sé -admitió el padre de Ortega y Gasset-. Tiempo de entusiasmo y no de crítica aquellos acaso se quiso que no faltara en la lista que iba a pasarse a los genios el nombre de D. Francisco, aunque para ello hubiera que prescindir de la verdad. ¿Ni cómo asombrarse del suceso en esta tierra fantástica, en la que más importan las apariencias que las realidades?».

El conde de Leyva relató en 1930 en ABC que acudió al propio Ayuntamiento de Infantes, leyó el acta de exhumación de 1869, comprobó que los restos habían sido extraídos de un solo féretro y, acompañado del doctor Ángel Migallón, reconoció y examinó aquella caja. Dentro había «huesos, cenizas, una cinta de seda, dos bocamangas, un pedazo de suela y los dientes todos, dispersos, pero cabales».

Convencido de que no eran los despojos del gran satírico, llevó a Madrid las bocamangas y los botones para que fueran examinados por expertos. Su dictamen fue que las bocamangas «no parecían» de una prenda de vestir del siglo XVII y los botones, grandes y niquelados, eran de una vestimenta de principios del XIX. Aunque la prueba decisiva fueron aquellos dientes de la caja. El propio Quevedo, al describirse a sí mismo en una carta en 1635, señalaba que tenía «saqueada de los años la boca». Era imposible que se hubiera hallado en su tumba una dentadura completa.

Unas obras de restauración de la Sala Capitular de la Iglesia Parroquial de San Andrés descubrieron en 1995 la existencia de la cripta donde fueron a parar los auténticos huesos de Quevedo. Tras la ocupación francesa durante la Guerra de la Independencia había quedado inutilizada y posteriormente tapiada. El fémur derecho fue decisivo para su identificación ya que estaba visiblemente torsionado. La cojera lo delató. ¿A quién pertenecieron entonces los enterrados en la tumba apócrifa del escritor? Nadie lo sabe.

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