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Una crónica macabra de la gripe de 1920

El escritor y corresponsal de ABC Miguel de Zárraga describió cómo se enmascaraba a la muerte en Estados Unidos

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Miguel de Zárraga
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Miguel de Zárraga había sufrido en sus propias carnes el ataque de la gripe española, a la que -«¡por fin!»- había logrado derrotar. Había perdido algunas fuerzas, pero una vez ganada la batalla era ya inmune a la enfermedad... y también a los engaños que rodearon a la epidemia, a tenor de lo que escribió desde Nueva York en febrero de 1920.

«A la influenza, que nunca fue española, se la proclama ¡Spanish Influenza!», se quejaba el escritor y corresponsal de ABC, irritado por el nombre que se le había dado a esta gripe. «Las gentes de aquí son siempre paradójicas: nos bautizan con ajenos nombres y les dan nuestros nombres a una ajena enfermedad», decía tras constatar que aunque las últimas apariciones de la gripe en España habían sido «bastante dolorosas y todo cuanto contra tal epidemia se hiciera siempre sería poco», no fue entre los españoles donde causó más víctimas.

«Si en Madrid se lamentaron las defunciones por decenas -subrayaba en 1920- en Nueva York las hubimos de lamentar por centenares y hasta por miles».

«Con el año nuevo coincidió la última visita de tan traidores microbios y semana hubo en la que a diario leímos, aunque sin creerlo: "Ayer se registraron 10.000 casos más, ocurriendo 500 defunciones..." A los siete días eran ya 70.000 los casos y 3.500 las defunciones. Las gentes se enfermaban -y aún se siguen enfermando- en asombrosa profusión. No hay fábrica, oficina, teatro, ni casa particular sin unos cuantos enfermos, y solamente en la Compañía de Teléfonos se encuentran hoy de baja más de 2.000 operarios», reseñaba Zárraga.

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El «enfermo-cronista» había podido enterarse «minuciosamente, por si acaso a él le llegaba el turno», de cómo se atenuaba en Nueva York el dolor de las familias «enmascarando a la Muerte» y lo relató con detalle en la «crónica macabra» que envió a este periódico.

«En cuanto ésta se apodera de uno, una Agencia funeraria se lo disputa», contaba en aquellas líneas que se publicaron el 7 de marzo de 1920. «Lo embalsama, lo lava, lo viste, lo peina, lo pinta, lo manicurea, ¡y nada de catafalco entre blandones! Bien limpio y bien vestido el muerto con carmín en los labios y sonrosadas las mejillas, muy relucientes sus uñas, se le acomoda en una butaca o en un sofá, devolviéndole todas las apariencias de la vida...»

Así se procuraba borrar la dolorosa impresión de la muerte, según el autor de varias obras de teatro, como «Eva» o «El germen», que por entonces también desempeñaba funciones de representación de la Sociedad General de Autores de España en Estados Unidos.

«Como se le puede tener sin enterrar dos o tres días -hasta que la familia se haga sus trajes de luto- los que le lloran se acostumbran a la idea de que aún vive aquel ser que no se mueve, ni habla, ni siquiera les mira. Se le cree entonces, a fuerza de verle, un loco mudo y paralítico que nos desconoce, y al que, por muy grande que fuera nuestro cariño, quisiéramos encerrar cuanto antes en un manicomio», continuaba el escritor.

No descartaba Zárraga que una vez pasada la primera impresión, sus deudos se dedicaran a invocar su espíritu aunque solo fuera para que, al día siguiente, los periódicos contaran que un individuo más había logrado romper los velos de ultratumba y ponerse al habla con el desaparecido.

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ABC del 18 de febrero de 1920

El espiritismo había experimentado una gran difusión en esos años posteriores a la Primera Guerra Mundial, con convencidos tan famosos como sir Arthur Conan Doyle. Zárraga, que era muy crítico con los supuestos poderes de los médiums para comunicarse con los muertos, no lanzó su último dardo contra el «padre» de Sherlock Holmes, sino contra el escritor belga Mauricio Maeterlinck (1862-1949), ganador del Nobel de Literatura en 1911.

«A demostrarnos que esto es absolutamente cierto vino el gran Maeterlinck, que, como era de temerse, no tardó muchos días en hacer el ridículo», finalizó el periodista, aludiendo a la cómica conferencia sobre espiritismo que había ofrecido el autor flamenco en Nueva York semanas antes, en un ininteligible inglés.

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