Puede que la militancia socialista no esté depre, como asegura sin mucha convicción el presidente Rodriguez Zapatero; o puede que sí, según el diagnóstico, más certero, de su antecesor Felipe González. Quienes lo están sin duda son sus electores, o al menos seis de cada diez de quienes votaron al PSOE hace sólo dos años. Y no sólo deprimidos, sino cabreados y decepcionados, hasta el moño de un presidente que ha querido trasladar al país las fantasías, éstas sí insostenibles, sobre las que ha construido el ejercicio de su gobierno.
Pablo Iglesias era el otro día el invitado de piedra en lo que, más que un acto de reconciliación, constituyó un cierre de filas en defensa del mal menor. Triste espectáculo. Hace diez días, González dijo lo que dijo y todos señalaron con el dedo en la misma dirección cuando habló de rectificaciones y de necios. Nadie corrigió, ni siquiera el propio autor, esa interpretación. Pero claro, ante el apocalipsis de una yugular expuesta a las inclinaciones antropofágicas atribuidas al PP, González prefiere a los ignorantes conocidos. Con lo que la yugular sigue en peligro, aunque no sea el PP el que muerda, sino los votantes propios.
También los sindicatos están expuestos. A ser arrollados por unos nuevos tiempos, inevitables, en los que deberán decidir si quieren seguir jugando un papel o ser barridos por la realidad. Porque cuando hablan de reforma laboral, ¿para quién la quieren? ¿Para los que ya tienen un trabajo o para quienes no lo tienen? ¿Para los que conservan una ocupación fija con todas las garantías o para quienes vienen dando tumbos sin red de un empleo precario a otro? ¿Qué derechos defienden, los que disfrutan quienes los tienen casi todos o los de aquellos que carecen del más elemental, el del trabajo?
No es tiempo de barricadas, sino de poner fin a una tragedia.