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Bebedor, adúltero, pendenciero... El lado oscuro de Paul Newman

“Soy dos personas: Paul Newman, el actor; y Paul Newman, el hombre. El primero se alquila. El segundo no se vende y vive como le da la gana". Una biografía desvela el lado más humano del actor de Hollywood que huyó y quiso ser un buen padre de familia y un marido perfecto. Y no lo fue.

Viernes, 23 de Septiembre 2022, 09:16h

Tiempo de lectura: 9 min

Era tan guapo que todo se le perdonaba. Tenía unas facciones mitológicas, los ojos de un lapislázuli casi transparente, le bastaba vestir un esmoquin y podía sentarse a la mesa con presidentes, reyes y magnates, pero prefería ponerse unos vaqueros gastados, calzar unos mocasines sin calcetines y buscar la compañía de gente sencilla: mecánicos, obreros, incluso borrachos en la barra de un bar.

Sí, las confidencias de un bebedor eran para él mucho menos aburridas, mucho más humanas e interesantes que las de sus colegas actores. Vivió todo lo alejado de Hollywood que pudo. Paul Newman (1925-2008), el actor, el piloto de carreras, el hombre público, el empresario, el filántropo, el padre de seis hijos, el marido devoto que era el sueño de millones de mujeres, tuvo su ración de días nublados hasta el punto de que creyó que el destino se había ensañado con él y que le estaba haciendo pagar por todos los dones que le había prodigado. Nada es gratis.

La larga sombra del padre

Paul Newman estaba destinado a vender guantes de béisbol. «No llevaba el teatro en las venas, sólo intentaba huir del negocio familiar. No quería convertirme en vendedor. Ser actor era una alternativa», confesó. Era hijo de un comerciante judío que tenía una tienda de deportes en Cleveland (Ohio). Su padre, Arthur, era un hombre solemne que se casó con Thereza, una bella emigrante eslovaca de origen misterioso: poco antes de morir confesó que no tenía 83 años, sino 87, aunque lo más probable es que tuviese 93. Cuenta el crítico de cine estadounidense Shawn Levy, autor de Paul Newman: la biografía (Lumen), que se acaba de publicar en España, que el actor tuvo desde niño un agudo sentido del ridículo. Era el objeto de las burlas de su hermano mayor, Art, al que definió como «un feroz hijo de puta». El carácter cohibido de Paul pudo haberse fraguado también por la tensa relación con su padre. «No creo que llegáramos nunca a conectar como padre e hijo», comentó años después. Para él fue un fracaso que nunca dejó de obsesionarlo. Paul veía en la fría actitud de su padre el sello de la desaprobación. No obstante, su padre le inculcó, además de una estricta ética del trabajo, una lección inolvidable: mantener la cabeza gacha y no pavonearse de los éxitos. La humildad de Paul nunca fue una pose.

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Foto: Getty Images

Un adolescente acomplejado

Apenas medía 1,65 y pesaba menos de 50 kilos. Las chicas no se fijaban en él. La mayoría eran más altas. Quería ser jugador de fútbol americano, pero no lo admitieron en el equipo por pura compasión. Lo hubieran hecho puré. Para compensar su fracaso como atleta, se enroló en la compañía de teatro del instituto. Y en 1943 se alistó en la Armada, aunque mientras esperaba la llamada a filas se había matriculado en la universidad. Pero los estudios no le interesaban. «Enseguida saqué el título de bebedor de cerveza». Partió a la guerra con 18 años. Vestido de uniforme, parecía un boy scout.

El recluta patoso

«Estaba impaciente por convertirme en piloto. Me encantaba volar». Pero sus sueños de convertirse en aviador tampoco se cumplieron. Las pruebas de visión demostraron que aquellos ojos azules eran daltónicos. «No sabían qué hacer conmigo».

Lo echaron de la academia de oficiales. Acabó de radiotelegrafista y artillero en un avión torpedero. Su experiencia de la guerra fue cualquier cosa menos heroica. «Como artillero era un desastre. Tampoco me aclaraba con los instrumentos de navegación. Me equivocaba con los altímetros, y cada vez que nos disponíamos a aterrizar en la cubierta de un portaaviones, el maldito aparato marcaba que estábamos por debajo del nivel del mar. Tuvimos algunos encuentros con submarinos japoneses. Yo manejaba una ametralladora del calibre 30, pero era como disparar con un tirachinas». Al igual que sus compañeros de armas celebró, eufórico, la bomba de Hiroshima. «Tenía 20 años y no sabía nada de sus consecuencias. Nadie discutió si era moral o si había alternativa». Años después se convertiría en un opositor de la proliferación nuclear.

El camorrista

Cuando acabó la guerra, volvió a la universidad. Como por fin había dado el estirón, retomó su sueño de ser jugador de fútbol, pero su afición al alcohol y su conducta pendenciera le pasaron factura. Acabó en comisaría en varias ocasiones. Era un desmotivado estudiante de Económicas que no encontraba la manera de canalizar su talento y que disimulaba su timidez intentando llamar la atención. Paseaba por el campus con un abrigo de piel de mapache. Y prendió fuego a su coche para divertir a la gente. Alquiló un local y montó una lavandería donde trabajaba los fines de semana. «Llegué a lavar tantos calcetines que ahora los odio y nunca me pongo», recordaría. Montó barriles dispensadores de cerveza para amenizar la espera junto a las lavadoras. Fue una idea comercial exitosa. A su pesar, tenía talento para los negocios.

La primera mujer

Se enamoró de Jackie Witte, una actriz de 19 de años y se casaron enseguida. Newman trabajó en una granja para completar su escaso sueldo de actor teatral. Por entonces murió su padre. Sin un proyecto de vida y con una mujer embarazada, Paul se sentía avergonzado. «Mi padre siempre me trató como si fuera una constante decepción para él. Yo deseaba demostrarle que era capaz de dar la talla. Nunca tuve esa oportunidad.» Como penitencia, volvió al comercio familiar. Y le fue bien. Pero no dejaba de soñar con escapar de allí. Así que se marchó con su mujer y su hijo pequeño, Scott, a Nueva York, a formarse como actor. Fue un salto de fe.

Y conoció a Woodward

Consiguió entrar de chiripa en el mítico Actors Studio, donde impartía clases Lee Strasberg pero a Paul le daba vergüenza actuar ante el resto de los alumnos porque el maestro lo crucificaba sin piedad, así que al segundo sofocón se limitó a asistir de oyente. Ver, oír y callar. «En aquella época sólo tenía un traje decente, un viejo milrayas. Me lo ponía todas las mañanas, cogía el transbordaror rumbo a Manhattan y me pasaba todo el día recorriendo las agencias y presentándome a los anuncios de ofertas de trabajo.» En una de esas agencias conoció a Joanne Woodward, una aspirante a actriz. «Me cayó mal nada más verlo, pero era muy guapo, gracioso y pulcro», recordaría ella. Tampoco tuvo una gran opinión de su capacidad artística: «Cuando lo vi actuar por primera vez, me pareció muy malo. No era más que una cara bonita».

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El bebedor compulsivo

Newman se hallaba atrapado en un matrimonio que cada día se parecía más a una trampa. Scott era un niño incontrolable que no dejaba de gritar y llorar. Luego llegaron dos niñas más. Jackie se ocupaba de los críos mientras Paul se pasaba el día y muchas noches en Manhattan, trabajando o saliendo con Joanne. «Desde el principio, Paul y yo tuvimos una ventaja: fuimos buenos amigos antes que amantes». El actor consiguió un papel en una película de la Warner, El cáliz de plata. Fue un desastre. «Cuando la vi, me sentí horrorizado. Estaba seguro de que mi carrera había empezado y acabado con ella».

Pero aprendió de sus limitaciones y fue ganando prestigio. Bordó la interpretación del boxeador Rocky Graziano en Marcado por el odio. Empezaba a ser famoso. Y bebía cada vez más. Una noche se fue a cenar con los amigos y acabó estrellando el coche contra una boca de incendios, totalmente borracho. Aquella detención tuvo consecuencias insospechadas. En parte se debía al consumo de alcohol, pero también obedecía a una contradicción interior que lo atormentaba. Mientras había estado en California acabando el rodaje, se había visto a menudo con Joanne Woodward, que, además, era amiga de Jackie. Según Levy, la confusión y el sentimiento de culpa lo empujaban a buscar una válvula de escape en la bebida. Se desató la crisis. Newman reconoció, primero ante sus amigos y luego ante su mujer, que se había enamorado de Joanne. El divorcio fue traumático para todos los implicados.

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Foto: Getty Images

El adúltero

Paul se casó con Joanne y compraron una casa en Newport (Connecticut), la antítesis de Hollywood, y no en la zona elegante, sino cerca de un bosque y de un colegio público. Todo parecía ir bien, pero durante el rodaje de Dos hombres y un destino, el actor tuvo una aventura con Nancy Bacon, una periodista de Hollywood divorciada. Robert Redford les hizo de carabina. Siguieron viéndose durante año y medio.

No pudo ser piloto en el Ejército porque era daltónico. Fue la primera decepción. La segunda fue como actor. Lee Strasberg, su maestro, lo criticaba sin piedad

Al final, el romance murió por sí solo. «Estás siempre borracho y ni siquiera puedes hacer el amor», le reprochó Bacon a Newman, al que la periodista describiría como «un canalla desconsiderado y alcohólico, desgarrado entre sus impulsos por comportarse rectamente y su necesidad de ir de un lado a otro como un atolondrado». Tenía un sentimiento de culpa evidente. Cuando ella puso punto final, aduciendo que iba a casarse, Paul le contestó: «Estupendo. Buena suerte. Oye, ¿y no podríamos vernos unas cuantas veces más antes de que lo hagas?». Poco después los Newman, que estaban al borde de la ruptura, cogieron a sus tres niñas y se marcharon de vacaciones. Volvieron reconciliados. Joanne diría, salomónica: «Ser la señora de Paul Newman tiene su lado bueno y su lado malo, y puesto que seguimos estando juntos, lo lógico es pensar que hay más bueno que malo».

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El padre inconstante

Newman tampoco fue un padre ideal. Susan, la mayor de sus cinco hijas, fue muy conflictiva durante su adolescencia. Se enamoró de un profesor y decidió que estaba demasiado gorda para gustarle. Adelgazó 20 kilos en un mes y casi pierde la vida. Pero sus problemas no eran nada comparados con los de su hermano. Como único hijo varón, a Scott le costaba cargar con el apellido y la fama de su progenitor. Desde muy joven coqueteó con las drogas y el alcohol. Fracasó en la escuela. Se le metió en la cabeza que no podía aceptar un centavo de su padre y que debía vivir por sus propios medios. Aceptó un trabajo como conductor de autobús. Fue leñador y albañil. Y si le faltaba dinero, le pedía a los amigos antes que a su padre.

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Foto: Getty Images

La muerte del hijo

Pero Scott era el que se hacía daño a sí mismo. Un día se desayunó con ron y cocaína, y luego se tomó nueve valiums para echarse una siesta. No se despertó. Newman quedó devastado. «En cierto sentido, llevaba diez años esperando que sucediera. Y de alguna manera mi cuerpo había ido elaborando un antídoto. Sentí muchas cosas cuando recibí la llamada en la que me decían que mi hijo había muerto, pero más que nada creo que me puse de muy mala leche. Scott y yo habíamos perdido la capacidad de ayudarnos mutuamente. Yo no sabía cómo ayudarlo, y él no sabía cómo ayudarse a sí mismo».

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Estaba casado cuando se enamoró de Joanne Woodward. El sentimiento de culpa lo llevó a la bebida, como cuando años más tarde le fue infiel a Joanne...

El mito huraño

Newman creó una fundación de ayuda contra la drogadicción, pero su humor se agrió. Odiaba firmar autógrafos, no asistía casi nunca a los estrenos, a la entrega de los Oscar fue en contadas ocasiones. Intentaba pasar inadvertido incluso cuando conducía. No tenía un gran coche, sino un Escarabajo tuneado con un motor Porsche. Y luego estaban sus ojos. No había hecho nada para tenerlos así, pero todo el mundo parecía desear poseerlos y mirarlos. Los escondía detrás de unas gafas de sol. En cierta ocasión, una desconocida se le acercó y le pidió que se las quitase. Era la enésima vez. Paul Newman se sintió como un trozo de carne: «Yo me quito las gafas si usted se quita la blusa para que pueda verle las tetas.»