El cazador se aplasta contra el suelo. Delante, a pocos metros, su presa come brotes tiernos sin advertir el peligro. Cazador y presa son del mismo tamaño, pero el primero va realmente armado.
Poderosos colmillos, afiladas garras, una agilidad prodigiosa... El arsenal de un
cazador consumado. Con el sigilo de una sombra, el felino se acerca un poco más a su objetivo. Sus ojos de cazador están diseñados para ver perfectamente en la penumbra y aun en la oscuridad de la noche. Mientras su presa apenas ve las hierbas que come, él registra cada detalle del entorno. Sus músculos se tensan marcando el momento previo al salto. De pronto, el felino surge de la oscuridad con una velocidad inesperada. En segundos, el conejo ha muerto, estrangulado. Una voz entonces saca al felino del mundo salvaje de su instinto. La mujer que lo acoge en su casa lo llama anunciando una cena apetitosa y un refugio caliente y cómodo. Como si la voz humana lo hubiera transformado, el gato suelta su presa y con elegante suficiencia se encamina a su hogar avisando de su llegada con suaves maullidos.
Más de 600 millones de gatos viven con los humanos en la Tierra. Sus antepasados empezaron a hacerlo hace, al menos, 10.000 años. Sin embargo, todavía no hemos logrado domesticarlos totalmente. Y es que todo gato sigue siendo en su interior el animal salvaje del que procede genéticamente; un animal que comparte hábitos y conductas con los felinos salvajes. Si se observa un león, un tigre o un leopardo, se ve que repiten muchas de las acciones que vemos en un gato. Como ellos, cazan emboscándose hasta tener la presa cerca –presa que para nuestro gato puede ser uno de los juguetes que le regalamos–, se frotan unos con otros para saludarse y pacificar las relaciones, marcan el territorio con señales olorosas y visuales, erizan su pelo para parecer más grandes al enfrentarse a un enemigo, tienen más actividad en las horas del crepúsculo y durante la noche, les gusta tumbarse a observar desde un punto elevado… Y es que a los gatos, más que domesticarlos, los hemos dejado convivir con nosotros.
Parece que los adoptamos por primera vez hace casi 10.000 años en el Creciente Fértil. En una tumba hallada en 2004 en Chipre, los arqueólogos dieron con la osamenta de un humano y, a sus pies, la de un gato. La tumba tenía alrededor de 9500 años. Esto desbarató la teoría, hasta entonces vigente, de que los pequeños felinos habían sido domesticados por primera vez en Egipto hace 3600 años. Como en Chipre no existían gatos salvajes en la Antigüedad, se piensa que el de la tumba tuvo que llegar en uno de los barcos que arribaban a la isla para comerciar, quizá desde el Creciente Fértil. Esto indica que la gente ya tenía una relación cercana e intencional con los gatos hace unos 10.000 años. Pero la proximidad no indica necesariamente domesticación.
Mientras los perros y otros animales domésticos dejaron que el hombre suplantara a los miembros dominantes de sus manadas y se convirtiera en líder de sus grupos, los gatos –solitarios en su mayoría– conservaron el espíritu del gato montés original del que provienen. A los perros se les enseñaron diferentes tareas que los hacían útiles para el hombre, pero los gatos, independientes y menos sociables, se acercaron a los primeros asentamientos humanos buscando las pequeñas presas que siempre rondaban cosechas y graneros.
Se convirtieron así en unos aliados a los que, si se los dejaba en paz, mataban a todo ser que se comiera las cosechas. La alianza estaba servida. Pero de ahí a la domesticación sigue habiendo un mundo. No es de extrañar así que la que consideramos una encantadora mascota esconda en su interior un extraordinario cazador, cuyos instintos apenas disimula bajo su aparente autosuficiencia. Esa es su grandeza; por muchas generaciones que hayan estado junto a nosotros, los gatos siguen siendo el león que llevan dentro.
Como en el caso de los grandes felinos, también las hembras de gato se alejan del resto de los de su especie y buscan un lugar solitario y resguardado para dar a luz a sus crías, protegiéndolas de cualquier amenaza, incluyendo a los machos de su misma especie, que pueden matar a los cachorros para provocar un nuevo celo en la hembra. Si percibe peligro, la madre transporta a sus hijos hasta otro lugar seguro. Los lleva de uno en uno, cogiéndolos con la boca de la piel del cuello.
Durante el periodo del destete, las madres de todos los felinos llevan a sus hijos presas vivas de pequeño tamaño para que aprendan a cazar. Los pequeños intentan con torpeza detener al animal mientras van aprendiendo a cansar a sus presas y a desorientarlas antes de proceder a matarlas. Con ello aprenden las pautas que reducirán el riesgo de salir heridos cuando se enfrenten a presas reales. Mientras que los grandes felinos, como leones y leopardos, llevan a sus cachorros crías de gacela o pequeños monos, nuestros gatos domésticos capturan pequeños ratones o crías de pájaros que aún no saben volar para que los gatitos se entrenen.
Si las marcas disuasorias dejadas con olor o marcadas con las garras no funcionan y un intruso entra en el territorio de un felino, la pelea suele ser inevitable. Como el resto de los felinos, los gatos –armados de uñas y dientes que pueden malherir o matar al rival– arquean los lomos, erizan el pelo, yerguen la cola y bufan intimidantemente, ante todo, para espantar al oponente y evitar la pelea.
Todos los felinos cazan por emboscada, y el ataque de un gato a una paloma en un estanque es una reproducción a escala del acecho y caza de un león en una charca africana. Unos y otros esperan escondidos donde saben que llegarán las presas. Solo al tenerlas cerca, las atrapan gracias a su increíble agilidad. Como los demás felinos, los gatos matan por estrangulación, mordiendo la garganta a su presa.
Todos los felinos marcan su territorio con señales olfativas (orina) y visuales. En la selva marcan con sus patas los árboles dejando fuertes arañazos en los troncos. La altura de esas marcas da idea al intruso del tamaño y la fuerza del dueño del territorio. Los gatos hacen lo mismo en casa, aun cuando les extirpemos las uñas, contra los muebles. Las glándulas olorosas de sus plantas dejan su mensaje invisible.