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Mi hermosa lavandería

Pastor de cabras viejas

ISABEL COIXET

Sábado, 18 de Septiembre 2021

Tiempo de lectura: 3 min

Tienen el pelo a clapas, los cuernos medio caídos, las barbas (o lo que yo creo que son barbas) hirsutas. Parecen cruces de esculturas a caballo entre Picasso y Modigliani. Son ocho. El pastor las mira, apoyado en su cayado, luego me mira. ¿Qué se me ha perdido a mí haciéndoles fotos a estas cabras geriátricas que parecen a punto de exhalar el último suspiro?

Le pregunto cuánto tiempo lleva siendo pastor. Tarda en responder. Me escruta entre curioso y desconfiado. «Cuarenta años –me dice sin titubear–, más de cuarenta años. Cuarenta años el invierno que viene». Él tiene setenta. Empezó tarde en el pastoreo, cuando su padre murió de repente.

Él iba a vender las cabras, tenía una vida en Lille, trabajaba en una fábrica de plásticos. Un buen trabajo. Un piso. Un coche. Una novia. Iba camino de ser el encargado. Cuando muere su padre, decide seguir con el rebaño, aún no sabe por qué. «¿Usted no ha hecho en su vida cosas así?». Por supuesto, le digo. Todo el tiempo.

Tenía una vida en Lille. Un buen trabajo. Un piso. Un coche. Una novia. Cuando muere su padre, decide heredar su rebaño, aún no sabe por qué. «¿Usted no ha hecho en su vida cosas así?»

Pues antes de vender las cabras del padre y volverse a Lille, cuando el comprador ya estaba de camino, decidió que se quedaría, él, que nunca había mostrado el menor interés en las faenas del campo, como le reprochaba su padre. Se quedó. No vendió las cabras, no. Se quedó en el pueblo, liquidó rápidamente su vida en Lille.

Llegó a tener doscientas cabras. Siempre ha tenido cabras. Son mucho más listas que las ovejas. Huelen mejor, me dice, se ríe. Ahora ya… Estas son las que han quedado, no dan leche, nadie las querría para un asado. Ya no van a parir. Recorre con ellas los campos de los vecinos. Le dejan que pasten y así desbrozan terrenos. A veces le dan un billete de veinte euros, a veces nada. O una botella de aguardiente casero. O un trozo de queso, aunque sus cabras ya no dan leche. ¿Qué va a hacer? No las querrían en ningún matadero. No va a dejar que se mueran de hambre y sed.

No, no se aburre. Lleva el transistor. Aunque, a veces, tiene que apagarlo: le da dolor de cabeza. Le gustan mucho las voces de las locutoras, las voces y algunas músicas. No todas las voces. A veces se imagina a las mujeres detrás de esas voces. Él tuvo una mujer en Lille, de eso ya hace mucho. A ella no le gustaba esto. Tampoco lo intentó. Decía que vendría a verle y nunca vino, ni una sola vez. Desde entonces ha estado solo. Con las cabras.

Me repite que tuvo doscientas, quizás más. Son fáciles de ordeñar. Más fáciles que las ovejas. Las ovejas nunca le gustaron. «¿Que si tienen nombre? Por supuesto: Belle, Clara, Lili... Ese es un macho: Louis. Rosemarie, Sabrine, Delphine, Lola...». Cuando tenía más, también les ponía nombres. Nunca protestaron las cabras, debían de gustarles los nombres. Todavía se acuerda. No de todos, claro.

¿Qué hará cuando muera la última? No lo ha pensado. Pero siempre hay cabras viejas a las que nadie quiere pasear, siempre, porque, vamos a ver, ¿qué sentido tiene? Pero él siempre estará ahí para hacerlo. «Sí, puede tomarme una foto. ¿Así? Pero no me haga sonreír. Nunca me ha gustado sonreír, ¿sabe? Y menos en una foto».